lunes, 8 de abril de 2013

Compañeros y Pamplinas


Ya os conté de qué forma apareció en mi vida mi compañero de “trabajo”. Con el aspecto de un pequeño huracán unipersonal que hablaba como una gaviota con vegetaciones, y cómo en un segundo, de forma elástica y rebosante de celeridad, desapareció entre la vegetación para hacer sus cosas.

Dije que parecía el improbable resultante de mezclar a un superviviente de Mauthausen con un nervudo pirata malayo. Una contemplación más próxima y tranquila (en algún momento tenía que pararse), me permitió percibir que su característico aspecto de dinámico superviviente de gulag estaba matizado por unos sorprendentes ojos grises, que transmiten una especie de resignada, solitaria, lejana y melancólica tranquilidad. Posée ojos como de farero antiguo. Por una parte tiene toda la pinta de haber llevado una desastrosa vida de persecución racial, política y religiosa a causa de edictos de gobiernos sin alma, y por otra sus ojos parecen decirte “calma, amigo,  no has visto nada comparable en tu vida al naufragio del ‘Thunderboat’ en las traicioneras aguas del Cabo Gjüütiiiiiiir, allá por donde el Jefe Vikingo ‘Wooofmund el Borrico’ decidió quitarse la vida”.

Debo confesar que nuestra relación no comenzó muy bien. En parte porque es complicado llevarse armoniosamente con una de esas personas que aparecen y desaparecen cuando menos lo esperas, algo así como si en una vida anterior hubiera sido un conejo de chistera un poco cejijunto, por lo que es difícil ubicarle con certeza a no ser que utilices una táctica mourinhesca de presión y acorralamiento por todo el campo. Y casi era un alivio, porque lo peor de todo es que al principio no entendía absolutamente nada de lo que me decía.

Ya debí sospechar algo cuando al ser presentados me dio un escachifollante apretón de manos y dijo llamarse “Auuuuhhhéee”, mas en mi descargo diré que en aquél momento me encontraba un poco nervioso, confuso y agobiado. Confundido, como un Paquirrín en una biblioteca. Pero es que después, ya con el ánimo tranquilo y sereno, la cosa seguía igual.

Veréis, con el ánimo tranquilo y sereno hasta que el tipo aparecía por cualquier lado (tras un árbol, por ejemplo), y a unos 20 metros de distancia lanzaba órdenes del tipo “¡¡¡YYYÚUUU NIRATAJARÁ OOOORZITÁAA JÁBÉEEEÍ…!!!”, y se quedaba observando tranquilo cómo yo le devolvía la mirada con los ojos muy abiertos y gesto de haberme golpeado muchas veces la cabeza contra un bordillo, hasta que ambos nos dábamos por vencidos, nos rascábamos detrás de la oreja al alimón, yo continuaba barriendo y él se esfumaba camino, qué sé yo, de matar los pulgones de las gardenias a machetazos.

Esta situación se repitió varias veces el primer día. Yo barría, o reflexionaba sobre cosas de tremenda importancia, como (“¿me pasaría algo si cojo una naranja, y hago como que soy un portero que saca con el pie mú fortísimamente? ¿Y si me ve alguien? Igual es un observador del Betis, y me ofrece un cont…”), y él aparecía dando berridos (hay que ver las cajas torácicas que tiene la gente de por aquí abajo, con razón cantan tan bien los fandangos) como si él fuera un altavoz norcoreano con sudadera a rayas, y yo un asustadizo ente  mentalmente defectuoso con principio de autismo.

Reconozco que me preocupaba un poco la situación. No me conocéis, pero os aseguro que soy un tipo de lo más amistoso y me enorgullezco de ser sociable, cordial y sencillo. Temía que mi compañero me tomara por uno de esos snobs prepotentes que eligen sus amistades entre personas de su “nivel social”, uno de esos individuos que arrugan el gesto cuando en el restaurante de moda no tienen la añada del vino “Señorío de Gafapasta” que recomienda la consabida “Guía del Gourmet Para Pijos Gilipollas”, y que al ser él un producto evidentemente agrícola, y aparentemente poco dado a sutilezas, yo le menospreciara.

Es más. Temía que “Auuuuhhhéee” viera en mí un competidor por su puesto de trabajo. Alguien que le discutiera el liderazgo sobre los rastrillos y las azadas, el señorío (digamos) sobre las palmeras y los espárragos. Alguien, en suma, que viniera a privarle de su fuente principal de ingresos, una especie de “okupa” guapo y de andares un poco palmípedos pero salerosos.

En mi segundo día me propuse congeniar con él, y tranquilizarle. No sería tan difícil, pensaba yo. Habla un poco raro, ciertamente, pero ya he vivido anteriormente en Andalucía muchos años, entiendo y adoro el acento andaluz (yo mismo lo tengo), y a pesar que el de mi compañero parecía ser de la variedad “moto a escape libre con jipíos de hachazos”, con un poco de esfuerzo y atención por mi parte lograría, al menos, entenderle los “buenos días”, o simplemente aprendería su nombre.

Bien de mañana llegó a paso como de ardilla con prisa. Farfulló algo incomprensible de nuevo (¡¡¡OOOOÍIIIIAAAAHHH!!!), abrió el cuartillo de las herramientas (tenemos cuartillo, con herramientas y todo, joróbate NASA), y salió como un misil con rumbo a la floresta. Aunque desanimado, no soy un hombre que se dé por vencido fácilmente (eso es mentira), así que le seguí como pude, y me dispuse a darle charlita.

-“Qué mañanita tan fresca, ¿eh?”

- “¡UAZZÍHÁRRSHOÉMPO, ÍYYU!”

-“No parece que haya mucho que hacer, ayer le dimos un repaso bastante bueno, ¿verdad?”

-“¡HHÉEESÉEEAHÍJASHOUÍ, ÍGÓOO!”

-“¿Así que… barro?”

-“¡ÍIIIAEEESÉAHHE, TARANÍIIARGÁO, ÍYYU!”

Ante algo así, uno no puede más que encogerse de hombros, retirarse, y quizá acudir a un otorrino, por lo que volví a armarme de cogedor, escoba y guantes, y me dispuse a barrer lo ya barrido, sin dejar de prestar atención a lo que hacía “Auuuuhhhéee”, por si me daba alguna pista. Estaba dispuesto a, más que Operario de Parques y Jardines, convertirme en observador social, en marcador de compañeros, en sombra de castañuelenses. Pensaba que, con tesón, en algún momento nos veríamos en alguna circunstancia que estrechara nuestros lazos, y lograríamos empatizar. Al fin y al cabo, es un español de campo, nos unen añejas raíces culturales, no se trata de aprender chino mandarín. Además, egoístamente, o nos entendíamos o me daba que los días se me iban a hacer muy largos.

Mientras le encontraba, di unas vueltas por el bastante impoluto parque, pateando alguna piña, (que son como granadas de mano bobas) recogiendo algún resto de piruleta (no os las recomiendo, la arena les quita el dulzor), e inventándome un divertido juego que consiste en poner el recogedor a determinada distancia, e intentar meter en el huequecillo una naranja (hay que ver lo que dan de sí las naranjas), golpeándola con tino y sabiduría con el canto de la escoba. Es un deporte al que veo futuro, mezcla de crocket y golf, que pienso patentar y que voy a bautizar como “Croquetgolf Castañuelense”, así a lo cañí, y en el que actualmente soy campeón del mundo.

(Hace dos días, me di cuenta tarde de que un anciano lugareño de calada visera me observaba muy serio mientras me ejercitaba. Con mi simpatía natural, le saludé y comenté que yo era el mismísimo hijo de Jack Nicklaus, a lo que el hombre respondió que en Castañuela del Río habían aprendido a ser tolerantes, y que ya no quemaban a los que no eran católicos).

Ideé otra actividad lúdica tras una fugaz visita al cuarto de las herramientas. Veréis, resulta que, entre otras cosas, hay allí un par de palas (de esas que sirven para abrir bujeros y enterrar cadáveres), y una especie de luchador de Sumo de los carritos de los supermercados, vehículo grande de tracción humana que se utiliza para que al transportar el cubo de la basura no te provoques nueve hernias de disco. Una mente despierta y creativa como la mía enseguida vio posibilidades, inspiradísimo, de conjuntar las dos e inventar lo que pienso denominar como “Kayak sobre tierra”, una especie de descenso del Sella, pero sobre albero. Un auténtico deporte de riesgo, puesto que no es lo mismo darse un talegazo en el agua que contra un peñasco así de gordo.

Como lo primero que procede es reconocer el (digamos) circuito, me encaminé hacia la parte baja del parque, aprovechando de paso para bautizar los distintos tramos, que es algo muy mediático y “merkandístico”. Así, la enlosetada primera rampa (grande desnivel, firme excelente), pasó a llamarse “Ostiaputaaaa”, ya que por ahí hay que rodar con tino porque el carrito puede coger altas velocidades (conviene ir frenando con pala hasta que suelte chispas), culminada por la cerradísima “curva de las pitas”, un cambio brusco de dirección en el que si te sales corres el riesgo de terminar asaeteado contra un repugnante arbolucho llamado “pita” que es como un alfiletero al revés, con unas hojas terminadas en punta con más instinto asesino que un Cebada Gago.

Si consigues sobrevivir a esta curva (quizá sea conveniente descender vestido con gruesa armadura), se abre en amable descenso una estrechísima vereda (“Avenida de Frodo”), que culmina en una barandilla que da al río, por lo que hay que andar con cuidado si no quieres ir a hacerle compañía a las carpas. Aunque quizá no haya en el Guadalquivir de esta marca concreta de pescado, porque vi una pintada en el parque que reza “Carpe Diem”, que como todo el mundo sabe significa “Las carpas están muertas”. Bien, esa curva, sector “habrá que ir a ponerse dientes nuevos, jodida barandilla”, sorteada con pericia, da paso al sendero donde (creo yo), se pueden limar algunos preciosos segundos. Es un camino ancho, llano de tirar de bíceps, quizá con algún un bache-socavón importante, y que encontré cerrado al paso por una extraordinaria cantidad de ramas cortadas.

De entre ellas salió, vociferando, “Auuuuhhhéee” con un hacha y una sierra.

Bueno, no soy partidario de que me vociferen tipos armados con hacha, por lo que, instintivamente di dos pasos atrás. La sonrisa de mi compañero al verme la cara, y su lenguaje corporal, me hicieron comprender que su intención no era matarme y cortarme la cabellera (algo absurdo, porque apenas me queda pelo para fabricar un llavero de mediano tamaño). Lo que quería “Auuuuhhhéee” era que le ayudara, algo comprensible si tenemos en cuenta que trabajo con él.

Los que me conocéis sabéis del peligro que puedo tener con un hacha en la mano. Mi habitual despiste, y por qué no decirlo, antológica torpeza, desaconseja vivamente que utilice cualquier objeto punzante, cortante, o con propiedades fungibles y/o explosivas. Tampoco es conveniente dotarme de un bote de pegamento excesivamente bueno. De hecho creo que hay un artículo en la Constitución que habla de eso. En fin, que dame un hacha, y lo siguiente es llamar al 112. Provéeme de un serrucho, y al llegar a casa escucharás a mi madre decir “hijo, ¿y tu mano izquierda? Mira que eres despistado”.

Por fortuna, lo que mi compañero quería era que me deshiciera de toda la hojarasca y las ramas del medio del camino, tal como un sicario le dice a su ayudante que aprenda a desembarazarse de un cadáver. Mediante mímica, “Auuuuhhhéee” me indicó que abrazara las ramillas chicas y las arrojara por la barandilla del río (inteligente, porque el centro de reciclaje de resíduos orgánicos de Madrid pilla lejos), y que con las ramas grandes me las apañara como pudiera.

Sí os puedo contar que las ramillas chicas tienen la ventaja (notable) de que pesan poco, pero, ay, entre ellas viajan, incrustadas como esos reporteros entre las tropas yankis en la guerra de Irak, las que están armadas con pequeños espolones u hojas urticantes, que hacen que se le quede a uno la cara que se le debe quedar al que, aliñaíllo de ginebra, descubre que ha abrazado a Pilar Bardem. No hay guante, sudadera, o doble camiseta que se les resista. Tienen una función en esta vida, que no es otra que putearte, y vaya si la cumplen a conciencia.

Lo único positivo de la experiencia, todo hay que decirlo, es que me ha dado la idea para un sesudo libro sobre botánica al que pienso titular “Rosales, ortigas y sus muertos tós”, y en el que propondré una solución final contra todo lo que sea verde, exceptuando a los aficionados del Betis y del Cacereño.

Las ramas grandes constituían menor problema. Uno las arrastra, se pega un porrazo al volcarlas sobre la barandilla con los escuálidos brotecillos de rama que surgen de ellas, lo que le hace volar las gafas graciosamente, y ya está. Todo lo más luego hay que palpar el terreno para buscar las lentes, pero nadie dijo que esto fuera fácil, y en peores plazas hemos toreado.

Hay ramas, incluso, de grosor y tamaño como para servir de pértiga. Yo las agarraba de la base con mano derecha, y pelín más adelante con la mano izquierda (tengo dos, recordad que no utilicé el serrucho), e imaginaba ser el pertiguista mozambiqueño más cutre del mundo, (“ahí va Joao Mbebeque, que intenta batir su marca personal de cuarenta y siete centímetros”); o la ponía bajo mi axila y similaba ser un lancero de los Tercios de Flandes especialmente dejado y espeso (“non se ofenda, Rui de Brison, pero debería limpiar su lanza, a la que ¡por Santiago!, le fan brotado hojas”).

Terminado el trabajo, como buen español, encendí un cigarrillo (no lo hagáis, es imprudente) e hice como que miraba al río. En realidad intentaba recuperar el resuello (para lo cual el cigarrillo me venía estupendamente, claro). No soy hombre aficionado a los excesos físicos, y mi mayor preocupación era que el corazón dejara de protestar y darme porrazos en el pecho, porque tamborileaba como si su abuelo fuera de Calanda.

“Auuuuhhhéee” se apoyó a mi lado, y comenzó a hablar. No estaba yo para “Auuuuhhhéles”. Confieso que crecía en mi interior la semilla del resentimiento. Me había hecho trabajar, como si yo no tuviera alma de sindicalista. Además, seguía sin entender nada. Por lo que a mí respectaba, aquel hombrecillo bien podía hablar en búlgaro o en urdu. Podría, perfectamente, estar llamándome “hijo de mil babosas purulentas”, que, me pusiera como me pusiera, no le iba a comprender. Mi intención esa mañana había sido congeniar con él, pero se me habían pasado las ganas. En esos momentos, por mí como si el hombre me estuviera confesando que pensaba inmolarse entre los visitantes del “Museo de dedales antiguos”.

-"…. halahuí nzeguía uhaorraje…"

-"Ya, ya…"

-"…nnncargao hheráaa…"

-" Ofcoursupuesto."

-"… que no vea tantoh pláhticoh, quíyyu."

-" Hombre, quizá los visitantes del… ¿qué has dicho?"

- "Que tiramoh er forraje ahí para que el “Encargao” no vea tanto pláhtico."

De repente le entendía. Había sido como ir buscando una emisora en la radio, dándole con cuidado al dial, como el que explora la manera de contactar con extraterrestres. De pronto, de entre esa estática que suena a señora friendo patatas, surgía una voz comprensible. Oraciones con sentido. Bueno, quizá no con mucho sentido, pero palabras comprensibles, al fin y al cabo.

-"¿Me dijiste que te llamabas?"

-"Pues Manué, coño."

-"Yo Javier."

- "Ya zé que te llama “Ahhhhhvié”. Noh presentaron ayer, quiyu. Oye, tú. Aparte de zordo… ¿Te dihte un porrazo en la cabeza de chico, o argo?"

- "No. O puede que sí. Y no soy sordo. Pero es que el aire puro me hace daño, y… ¿Quieres un cigarro?" – No le veía salida a mi perorata.

-"¿De ezoh? No. Zon maloh."

Y ante mis ojos se sacó un porro de marihuana de metro y medio que encendió con deleite. Intuí (soy listo), que lo de la lejanía en su mirada tenía poco que ver con soledad y encrespados mares. Más bien eran causa de cierto tratamiento con hierbas que, por decirlo de alguna manera, no son bien vistas por el SEPRONA.

-"Qué buena vista del río, ¿eh?" – Como ya sabréis, no pierdo una posibilidad de decir una gilipollez, así me corten la lengua.

Manué miró al Guadalquivir con sus ojos (ejem) llenos de ensoñación, y dijo una de, como pude comprobar a lo largo de los días, antológicas sentencias.

-"¿Tú veh eze río? Pueh ahí se ha ahogado tela de gente."

Y se largó a paso de roedorcillo, quién sabe dónde, quizá a meterle un buen meneo a la señora de David el Gnomo, mientras que yo me quedaba con la cara del que comprueba que sus amigos han dejado a deber, en su nombre, una roncha de 700 euros en un bar.

Con el paso de los días encontré en él un compañero excelente. Un tipo que desarrolla en tres minutos el trabajo que pueda hacer yo en una hora, lo cual tampoco es muy difícil. Quizá su disculpas al llegar un poco tarde son mejorables “zi me levanto y tengo que cagá, tengo que cagá, tío”, y su afición a cazar palomas con el rastrillo es discutible “nóstán buenas con arró, quíyu”, pero es un tipo noblote y bonachón, que sólo salió de Castañuela para ir al servicio militar. “Iyyu, Zalamanca. No hace frío allí. Parecía una oveja meá, gondió”.

Hombre, y no sólo habla regular. Creo que es la pesadilla de un vallisoletano. De haber vivido Lázaro Carreter le habría dedicado un libro “El Exocet en la palabra”, a él solito. Además canta horrorosamente. El otro día escuché un espantoso sonido, algo así como un rinoceronte sodomizando a un grajo, y resulta que era él, despedazando con gesto concentrado una canción de Pablo Alborán. Nadie debería morir sin oirle cantar algo de “Los Chichos”, hacedme caso.

Es un tipo con cicatrices en el alma. Es de los que quieres al lado en una guerra. Gracias a él soy capaz de hacer cosas con el cigarrillo en los labios (sobre todo fumar, claro). Mientras se mata a desbrozar, cavar, transportar cosas pesadas, a mí me dice “no hagas ná. Barre lo máh gordo” (lo cual me da imágenes curiosas de Superfalete bajo mi escoba). El hombre tiene una filosofía, “vive y deja vivir”. Tiene una historia que contar, que tendré que sacarle con delicadeza.

Pero no tiene nada que hacer contra mí en el Croquetgolf Castañuelense. Sigo siendo campeón del mundo.