Hace unos cinco meses fui condenado a un periodo de más días
de los que yo quisiera con la pena de realizar una actividad llamada “Servicios
Comunitarios”. Supongo que sabréis que “Servicios Comunitarios” no es más que
un eufemismo para lo que, básicamente,
consiste en hacer trabajos que no quieres a cambio de una cantidad estipulada
entre nada y cero euros, como consecuencia de haber sido entre malo y poco bueno en
determinado momento de tu vida.
No quiero extenderme sobre el enojoso incidente que provocó mi
desdichada situación, puesto que soy una persona pudorosa, discreta y con alto
sentido de la vergüenza. Sólo os diré, a modo de consejo y para evitaros
sorpresas desagradables en un futuro, que cuando una espigada estudiante de
Erasmus te dice “Můžu se hýbat?”, no
te está pidiendo que le toques una teta.
Pasado el mal trago del juicio, aliviado de salir del
juzgado, (ese territorio hostil donde uno se siente a la vez protagonista de
novela de Kafka y mota de polvo), procedí a mi exilio a un municipio de la
Andalucía Profunda donde el riesgo de encontrarse con lindas estudiantes de
Erasmus es mínimo, y almacené en las profundidades de pensamientos más urgentes
la condena que pendía sobre mi cada vez más pilosamente despoblada cabeza.
Con el paso de los días se apoderó de mí un irreductible optimismo,
sólidamente cimentado en esa proverbial lentitud de la Justicia que siempre
subrayan los tertulianos de los medios de comunicación y los parroquianos
habituales de los bares (tiendo a confundirlos), mi propia insignificancia, el
aluvión de causas abiertas que al parecer son el motivo de que los funcionarios
no puedan siquiera entrar en sus oficinas y tengan que salir a la calle con
pancartas para pasar el rato y combatir el frío, y el conocimiento casual (pero
no fundamentado) de que ese tipo de sentencias caducan, como la ropa y las
novias tontas, en un año.
La sorpresa desagradable llegó unos tres meses después, en
forma de cartero rechoncho y resollante, quien armado con un maléfico bolígrafo
y que a las órdenes de “firme aquí, aquí, aquí, aquí, y ahora póngase en pompa,
que viene lo bueno”, me hizo entrega de una carta de aspecto tenebroso, cuyo
remite de “Instituciones Penitenciarias. Te Vas a Reír un Rato”, consiguió que
me pasara varias horas meciéndome en la silla, con el pulgar en la boca, y (estoy
seguro), con expresión de ser público de plató de la ‘Ruleta de la Fortuna’.
Desgraciadamente, comprobé, no se habían olvidado de mí. No
debo ser tan insignificante, los tertulianos de los medios de comunicación son
unos obtusos porque la señora de la venda y la balanza tiene de lenta lo que yo
de paraguayo, eso del aluvión de causas abiertas es una pamplina, y los
funcionarios de Justicia una plebe de vociferantes exagerados que están en la
calle para poder fumar tranquilamente, y llevan pancartas porque así le dan uso
a las sábanas viejas.
El caso es que, tras presentarme en dos sitios, a cual más
espeluznante, rodeado de compañeros de espera con aspecto de asaltar
diligencias, y ser interrogado sobre mis aptitudes, aspiraciones, e inquietudes
más profundas, fui destinado a trabajar de gorra en el Ayuntamiento de un
pueblo cercano a donde resido, y conminado a presentarme en día lunes y a hora
indecentemente temprana en el Almacén Municipal de (llamémosle así, huyendo del
tópico) Castañuela del Río.
La espera fue un
poquillo tortuosa - te avisan con un par de semanas de antelación - , pero llegó
el día, (tal como llegan las cuñadas a casa de comida concertada con tiempo, ya
sabéis, de esa forma temida e inexorable), en el que tenía que personarme a
cumplir la sentencia.
Hacía frío esa mañana, pero me enfrenté al mundo con el
optimismo de un enfermo terminal, y la disposición positiva de aquél al que le
recomiendan imperativamente dormir en un colchón de clavos. Tras bajar del
autobús, y después de un pequeño y vigorizante paseo,- no por afición, más bien
porque, cosa rara en mí, me equivoqué de camino y me perdí, hay que tener en
cuenta que el pueblo tiene exactamente tres calles- así que hube de preguntarle
a un señor al que supongo una esposa horrible de ponerle cruces al revés,
puesto que no es normal pasear cachazudamente tan temprano por ningún sitio, que
fue quien me indicó el emplazamiento del almacén, donde entré dispuesto a
presentarme y esperar instrucciones.
Topé con un local lóbrego y oscuro. En la penumbra (supongo
que no están las cosas para malgastar luz, y al fin y al cabo quién no quiere tener
la oportunidad de tropezarse contra una viga), logré distinguir a un grupo de
hombres de aspecto ceñudo y albañilesco, grúas, camiones, hierros, y numerosas
señales de tráfico como castigadas contra la pared que me causaron honda
impresión.
La verdad, yo pensaba que las señales de tráfico, como los
árboles, se plantaban. En mi ignorancia suponía que (digamos) una pareja joven
sembraba una tuerca o un rodamiento, lo cuidaba con mimo y riego durante un
tiempo determinado, y al final surgía un tallo metálico coronado por un
octogonal mensaje de “STOP”, (“mira, Paqui, sale a tu entrepierna”), o una
encarnadota circunferencia con rectangular y ancho bigote canoso, como la cara
de un coronel inglés retirado, de esas que alertan al Fernando Alonso de turno
de que ese camino que de todas formas va a tomar es dirección prohibida.
El caso es que no, que curiosamente crecen en los almacenes
municipales.
Sin tiempo para reflexionar sobre tan interesante asunto,
pregunté atemorizado a uno de los tipos que componían el grupo de hombres de
aspecto albañilesco (resulta que eran albañiles) sobre la localización de lo
que aquí llaman el “encargao”, que resultó estar aposentado tras una mesa, en
un pequeño despacho ubicado tras un ventanal que aún debe conservar churretes
de cuando el pueblo estaba habitado por gente que consideraba la rueda como la
última y escandalosa novedad, y cuya decoración haría que Ágatha Ruiz de la
Prada experimentara lo que se siente al sufrir siete soponcios.
El “Encargao” resultó ser un señor de mediana edad y rostro
curtido, de pelo cano, pero con algo en su contenida actitud que parecía
forzado. Me recibió amablemente, pero creí intuir que su auténtica naturaleza
consistía en moverse de un lado a otro, hablando por tres teléfonos a la vez con
el gobernador, el fiscal y el alcalde de Nueva York, mientras contrataba a un
limpiabotas que pasaba por allí, le encargaba a un tipo que indagara más sobre
el enigmático superhéroe que esterilizaba la ciudad contra malhechores, y
despedía a una fotógrafa.
Sí. El “Encargao” es igualito al jefe de Spiderman.
El hombre me preguntó qué sabía hacer. Con voz potente,
confiada y temo que un poco desdeñosa, le desgrané un impresionante currículum
que me hizo albergar esperanzas de que me nombraran, al menos, Teniente de
Alcalde de Castañuela del Río.
-“ ¿Azí
que para los arbañiles no vales, eh?” – Rezongó.
- “Ehhh…” – Dudaba en contarle la anécdota de cuando mi padre
hizo obras en casa. Un agobiado currante se vio privado de su peón y recurrió a
mí, con la mala suerte de que, entre que le entendía poco y que mi dominio de
la terminología de las herramientas del sector de la construcción es nulo,
cuando me pidió que le acercara “la espiocha y la cejeta”, me presenté con dos
prostitutas bastante feas. – “Ehhh… creo que ahí puedo resultar de poca ayuda”.
El “Encargao” pareció por unos instantes algo pesaroso, como
si no esperase encontrar un lunes delante de su mesa a un empleado de tan admirable
formación. Y tan barato. Pero rápidamente se repuso, esbozó una sonrisa, y dijo
triunfante:
-“Ea. Poh a barré. Al parque, que allí no te ve nadie. Zal ahí,
y dile a uno de ezoh que te dé una escoba, un recogedó y unoh guanteh, y ya te
vá apañando”.
- “No sé dónde está el Parq…” – También iba a alegar que no
poseo el Carnet de Manipulador de Escobas, pero no estaba muy seguro de que
algo de eso exista.
- “¡Goenlavírgen!” – Se levantó de la silla con celeridad de
rayo, y comenzó a llamar a voces a alguien. - “¡¡Ntonio!! Ntonioooo!!!”
De las profundidades del local surgió una voz que sugería un
concierto de truenos en un valle con eco, o un bombardeo en el Palacio de la
Acústica.
-“¡¡¡ZZZÍÍÍÍÍ…!!!”
-“¡¡Acompaña a este hombre ar parque, que va de Operario!! ¡Ah!
¡Y acércale lah herramienta!”
- “¿¿¿UNA EHCOBA UN COHEDÓ Y UNOH GUANTEH???”
- “¡¡No, un microscopio, un bisturí y dó portátile!! ¡¡Poh
claro que una escoba, un cogedó y unos guanteh, mamahostiah!! ¡¡Va a barré, no
va a descubrí la vacuna contra el sevillismo!! ”
Asistí al diálogo entre paralizado y abrumado. Angustiado.
Odio los parques, lugares repletos de vegetales espinosos, y sitio de
esparcimiento de niños y demás criaturas repulsivas. Hay solitarios columpios
que remiten a la película “El Resplandor”, que se balancean sin que haga
viento. De todos los destinos posibles, quizá era el tercero peor, sólo por
detrás del que consiste en limpiarle el trasero a señores ancianos de colon
irritable, y el de ser conserje de la “Asociación Activo-Feminista Ponga una
Axila Peluda en su Vida”.
Interrumpió mis pensamientos el tal “Ntonio”, que surgió como
de la nada, un tipo con la constitución física del Reichstag, aunque algo más
cordial. Tras estrujarme la mano y parlamentar con el “Encargao” en una jerga
sólo comprensible para alguien que se haya criado entre piedras y gravilla, me
palmeó en la espalda, y partimos hacia mi lugar de trabajo, no sin antes
despedirnos del jefe, que pareció visiblemente aliviado con mi marcha.
En el trayecto (exactamente 30 segundos), el buen hombre me
tranquilizó. Me dijo que allí iba a estar “mú bien”, y “mú tranquilo”, y no
pareció poner muy mala cara cuando, con poco tino, le dije “¿pero este pueblo
tiene parque?”, algo que a otro castañuelense algo más nacionalista le hubiera
sentado peor.
Tras subir un empinada cuesta (es mi sino), y atravesar una
cancela herrumbrosa, llegamos al lugar donde, al parecer, iba a pasar algunas
horas de mi vida.
Puede que un purista, uno de esos individuos amantes de este
tipo de emplazamientos (de todo hay en esta vida, y en concreto estos señores
suelen ser unos gilipuertas que llevan gorra y son capaces de utilizar la
palabra “sinergia” en la comida de Navidad), objete vehementemente que el
parque en cuestión es pequeño. Efectivamente, no es Central Park, ni siquiera
el Parque de María Luisa. Es posible, incluso, que tenga un poco más de un
palmo del espacio necesario para que se gire Marcelo cuando vuelve de una
lesión. Pero estoy en condiciones de contestarle, alterando un poco aquél
eslogan que ideó Rosa Díez cuando era consejera del Gobierno Vasco, “¿Pequeño?...
Pues ‘Ven y Bárrelo’”.
Un primer vistazo me mostró un espacio medianamente razonable,
que quizá no dé la talla como dimensión de campo de fútbol, con bancos a los
costados (no de los de deberles préstamos, sino de los de aposentar traseros),
con suelo de albero, algún arriate (en todos los sitios hay vascos), y un par
como de rotondillas sembradas de césped, una de las cuales tenía la típica
estatua de un señor calvo al que las palomas defecan encima. Al fondo, un
mirador con vistas al Guadalquivir, por si alguien quiere pasar excitantes
momentos contemplando cómo se desplaza el agua.
Nada extraordinario. Manejable para barrer, aunque poco
indicado para meter mano, quizá la única actividad tolerable en los jardines
públicos. Así se lo hice saber a “Ntonio”, quien con sádica sonrisa me indicó
que lo que estaba ante mi vista no era ni mucho menos todo, y me mostró algo
así como una docena de escaleras de varios tramos, que descendían hacia lo que
parecía ser una mezcla de jungla amazónica y peinado de Bob Marley. Un
asilvestrado bosque repleto de vegetales, recovecos, senderos, una fuente
rumorosa que enseguida me dio ganas de hacer pis (siempre me pasa, se conoce
que mi vejiga tiende a empatizar con los chorrillos de cualquier líquido),
asientos de piedra, y extraordinarias pendientes alfombradas por lo que
parecían ser plantas alienígenas, y con el tiempo reconocí como maleza. Un
lugar estupendo para meter mano, lo reconozco, pero una pesadilla para el noble
deporte de rascarle con la escoba la espalda al suelo.
Tras quedarme lívido y petrificado de tal forma que una
pareja de palomas me observó con indisimulado alivio, y cuando ya se acercaban
portando cara de apretón y uno de esos rollos de papel higiénico palomil, de
repente mi sangre volvió a circular a causa de la entrada en escena de una
enjuta figura que se plantó junto a nosotros con andares presurosos y el
lenguaje corporal del que sufre una virulenta invasión de pulgas. Resultó ser
mi compañero, un tipo con el improbable aspecto resultante de mezclar a un
superviviente de Mauthausen con un nervudo pirata malayo, quien me dejó la mano
como si le hubiera dado un apretón al Increíble Hulk, se presentó como
“Auuuuhhhéee”, intercambió con “Ntonio” unas apresuradas palabras en lo que
sonaba como el lenguaje de las gaviotas, y desapareció con un rastrillo entre
el tupido follaje, como un duendecillo que tuviera prisa en hacer las cosas que
suelen hacer los duendecillos.
Mi compañero merece
una entrada aparte. Ya hablaremos de él.
-“Ea, quíyyu, póh ná, ahí lo tieneh”
Con esas palabras, acompañadas de otra palmadita en la
espalda – que, francamente, podría haberse ahorrado- y tras un somero consejo
brumosamente expuesto sobre el cuidado
que debía tener al barrer los cristalitos (“por loh niñoh, ¿zábe?”), “Ntonio”
se marchó a velocidad continental, dejándome solo delante de un buen trozo de
naturaleza barrible.
Intenté afrontar mi situación desde un punto de vista alegre.
Supuse que habría muchas personas que me envidiarían. Quizá era un
privilegiado. La mañana se había quedado fresca y clarita, el cielo de un
celeste puro casi dañino, el aire que llegaba del río parecía aconsejablemente
limpio y sano, y no se escuchaba más ruido que el arrullo de las palomas, el
trino del mirlo, el melodioso silbido del… qué se yo. Del espárrago mismo.
Nunca he entendido de pájaros, más allá de si han sido fritos correctamente, y
con sinceridad, me importa un pito si croan, rebuznan, o dan discursos en
esloveno. Ya podía yo intentar decantarme por la visión optimista de mi
situación, que no me iba a brotar la afición por la ornitología de repente.
Tampoco he sido nunca un entusiasta de los vegetales. No sé
distinguir un roble de una farola, y los considero un ornamento natural inútil,
holgazán, y francamente molesto. Están ahí, quietos, sin hacer nada, ni
siquiera se apartan cuando uno va con prisa, que no sabes si te observan con
disimulo, y aprovechan que te refugias en ellos de la lluvia para arrojarte un
fruto y atraer un rayo. Tienen mala leche. Ni de paraguas valen. Son seres
prescindibles, odiosos, que acogen orugas, hormigas, seguramente señores de
Cuenca, y todo tipo de bichos, y que te ponen la zancadilla cuando pasas al
lado de ellos. (“Qué curioso, querido Brys, te has tropezado con una raíz que
sobresale”. “Un carajo. El hijoputa del árbol me ha hecho penalty”).
Observé con diluido interés, no obstante, la flora con la que
me tocaba convivir, por hacerme una idea. Más allá de reconocer varias palmeras
(sé distinguir a este árbol en concreto porque se parece al Actor Secundario
Bob, y porque siempre me ha decepcionado que con ese nombre sea incapaz de
tocar las palmas al compás), algún naranjo, y a un curioso ejemplar de arbolito
de hojas rosáceas que decidí bautizar como “Mariconcio Silvestre”, todos los
demás componentes clorofílicos del paisaje me parecían iguales. Así que
imaginadlos vosotros y ponedles nombre. ¿Olmo? Pues olmo, el bueno de Luis
lleva años mustiando micrófonos. ¿Pino? Excelente, Álvaro fue un esforzado
ciclista. Por mí no hay problema. Actuad con total liberalidad, o denunciadme
al Colegio Oficial de Señores Amantes de los Tallos, lo que os plazca.
Al ver que no mejoraba mi estado de ánimo, decidí al menos
ponerme manos a la obra (a la escoba). Así que desempaqueté los guantes (que
venían con instrucciones) y empuñé las herramientas.
Mi primer pensamiento no fue para todo el material que
acumulaba el suelo. Me regocijé, en cambio, ante la circunstancia de que unos
simples guantes vinieran con un folleto de instrucciones. “Si te hacen falta
instrucciones para utilizar unos guantes”-pensaba- “en vez de trabajar deberías
estar en casa mirando con nublados ojos al vacío, y con cuidado de tener a una
persona que te limpie de vez en cuando la baba”. Mi jocosidad disminuyó
drásticamente cuando me di cuenta de que me había puesto los guantes al revés,
así que fijé la atención en otra cosa antes de perseverar en un pensamiento que
me llevaría a la sima de la depresión más profunda.
Distraído, comencé a reparar en las cosas que barría.
Predominantemente (oh, sorpresa), hojas. De todos los colores. Hojas verde
guardia civil, hojas marrón combatiente en el desierto, hojas bicolor partido
político bisagra, hojas negras (o afroamerihojas), incluso algunas hojas color rojo
asaltante de Mercadona, o azules ostia-me-he-equivocao-de-tinte. Luego resultó
que estos dos últimos tipo de follaje no son naturales, sino envoltorios de
varias clases de golosina.
También tropecé con mucho cristalito. Es más, allí reposan la
cantidad suficiente de cristalitos como para engatusar a 17 tribus
precolombinas. Hay algo de bebedor ruso en el alma del castañuelense. Por lo
que veía, la gente de allí trasiega el líquido, e inmediatamente rompe el vaso,
o la botella, o el botijo, o lo que sea. Recordé el consejo de “Ntonio” sobre
el especial cuidado que debía tener al limpiar los trozos de vidrio. Hay que
pensar en los niños, que tienen la piel fina (son niños, no crustáceos), y
hemos de evitar que los dañe nada que no seamos nosotros mismos. Resultaría
penoso que un infante saliera de paseo con sus papás, quisiera jugar (por
ejemplo) al guá, y se dañara por culpa de la dejadez y falta de profesionalidad
de un Operario de Parques y Jardines.
Cuando llevaba tres horas barriendo, y mis riñones parecían
ser mordidos por dos perros rabiosos, ya pensaba de distinta forma. Al fin y al
cabo son niños, no globos. Es decir, aplica un cristal sobre un globo y tendrás
un desastre. Aplica un cristal sobre un niño, y tendrás a un mocoso repelente
con un monóculo. Bueno, acepto que en ocasiones el diminuto ente pueda hacerse
una raspadurilla, o un corte profundo. ¿Y? ¿Dónde está el problema? Se le unta
de mercromina, se le cose si hace falta, se le venda si es necesario, se le
amputa si no hay más remedio, y luego con un par de ánimos y un buen cachete
por llorica, se le manda a hacer los deberes, o lo que sea que tengan que hacer
esos detestables seres. Los niños son durísimos, por Dios. Yo mismo he pateado
a unos cuantos en las nalgas, y creedme que luego el pie duele un rato.
A eso de las doce de la mañana ya estaba un poco quebrado.
Más que un señor con perilla, empezaba a parecer una alcayata guapa, así que
aparqué mis útiles de trabajo, y decidí dar una vuelta con la excusa de “habrá
que limpiar el césped de bolsitas”.
Es curioso. En toda la mañana no había visto más que a dos
paseantes. Era, a todos los efectos, un jardín público solitario. Pero un
rápido vistazo al interior de la fuente (aparte de provocarme otra vez ganas de
hacer pis), y a lo que había entre lo que los lugareños llaman “el forraje” (o
sea, hierbas salvajes que nadie corta, y que deben de ocupar el 90 % de la
superficie de la parte baja del parque), me indicó que aquello debía ser un
sitio movido por las noches.
No, no voy por ahí. No vi ni un preservativo. En lo que
respecta al sexo, en apariencia las lugareñas son muy feas, o bien los lugareños
son más partidarios de jugársela a ser papá por accidente, o puede que Castañuela
del Río albergue firmes ideas en el espinoso asunto de la repoblación
autóctona. Sea por la razón que sea, el caso es que afortunadamente no me topé
con ninguna de esas gomitas usadas. Aunque viendo lo que beben por allí, no
descarto que se las coman.
Porque beben. Decenas, cientos de botellas. Me había hartado
a barrer cristalitos, y ante mis ojos se presentaba el germen principal de
todos ellos.
Y no es que me extrañe que la gente de allí caiga en la
dipsomanía, en absoluto. Yo nazco en Castañuela del Río y degluto hasta el
disolvente. Además, soy más que tolerante en lo que respecta al consumo de
alcohol. Ahora no ejerzo, pero hasta hace bien poco los mesoneros salían a la
calle y se arrojaban a mis pies, implorándome para que entrara en su negocio.
La hostelería española se ha sostenido durante años sobre mi hígado. Hay
destilerías enteras que le han puesto mi nombre a sus nuevas factorías. Existen
potentados de las bebidas espirituosas que han bautizado a sus jets privados, o
sus yates más lujosos, como “Bryson” en
mi honor.
No, no soy mojigato en este asunto.
Tampoco nací ayer, sé lo que hacen los adolescentes por las
noches. No me imagino a dos tíos de 16 años, repletos de hormonas que crepitan
como maíz en aceite hirviendo, con el pelo engominado de punta, cuatro
piercings y camisetas ajustadas con lemas como “TE VOY A ROMPER EL JIGO”,
manteniendo conversaciones del tipo “¿Quíyo, quedamos esta noche con las churris
en el parque? Yo llevo los Actimeles”. “De putamadre, tío. Yo traigo la
enciclopedia y los puzzles”.
No, lo sorprendente es la ínfima calidad de lo que beben.
Ante mí no había restos de botellas de marcas normales, siquiera baratamente
reconocidas. Espantado leía nombres como “Whisky Botajé”, “Ginebra Fibíter”, “Ron
Cornellá”, o “Vodka Eschirchóv”. No quería ni imaginar cómo serían las otras
sustancias que sin duda consumían sin dejar tanto rastro. Esa gente debe
esnifar crocuanina, fumar nuarijuana e inyectarse helloprima. Ahora que lo
pienso, igual es la causa de la ausencia de condones. Uno se zampa dos cubatas
de “Ron Frujal”, o un “Coñac Soyverano” con cola y no es que sea incapaz de
calzarse una goma en la fuchinga. Es que no atina ni a copular con el túnel de
Viella.
Me hundí de tal manera en estas cavilaciones, que sólo me
faltaba una pipa de buena madera, una esponjosa barba que acariciar (mi perilla
tiene sus limitaciones), y quizá una bata a cuadros y algún “mmmm…” No es
asunto baladí. Ya vemos cómo le va al país política, financiera y (lo importante)
televisivamente. Todo es reflejo de nuestra sociedad que, perdonad que os lo
diga, está mú boba. Vosotros mismos, que habéis vivido lo suficiente, y sois
leídos y cultos, estáis para que os encierren y luego tirar la llave al océano.
Pues imaginad lo que nos espera. Estos adolescentes, que ahora mismo se están metiendo
sustancias tan notoriamente cutres y perjudiciales, son nuestros próximos
políticos, abogados, médicos, científicos u operarios de parques y jardines.
Quizá estos castañuelenses en concreto no, puesto que colocándose con “Whisky
Yonni Vázquez” y psicotrópico “Éze Le Dé” es posible que muten y terminen
alimentándose de chinchetas con una protuberancia tentacular nasal, pero
imaginad que esta plaga se extiende. Imaginad que, con la crisis de los cojines
a toda la juventud española le da por consumir masivamente de ese alcohol que
debe estar destilado a partir de uñas y, por ejemplo, no quiera Dios, terminan
haciendo un botellón de 20.000 personas en Granada. Es deprimente.
Noté que a mi cuerpo le crujían las costuras, que el sol
empezaba a apretar de sentir que me iban a poner un chorrito de aceite de oliva
encima, y que una señora que paseaba al perro me miraba fijamente. Había
terminado mi jornada. Cómo pasan las horas cuando uno trabaja tanto. Y qué
beneficios nos conllevan los “Servicios Sociales”.
Qué alegría más enorme saber que aún me quedan unos días.
Qué deciros. Toda experiencia tiene moraleja. Así que no toquéis
tetas ajenas, no tiréis cristalitos al suelo, no tengáis niños, no bebáis
alcohol malo, no os comáis los preservativos y, sobre todo…
Leeros bien las instrucciones de cómo ponerse unos guantes.
Qué ilusión que por fin te hayas decidido a estrenar el blog. Me ha gustado michísimo, me he partido de risa!!! Espero que no tardes mucho en publicar otra entrada. Un besito ;))
ResponderEliminarJajajajajaja, me has alegrado la mañana zanguango.
ResponderEliminar¡Enhorabuena!
Extraordinario, como todos aventurábamos cuando se te proponía que abrieras blog propio. Y digo lo que dije hace unos días en Ca'Eddie. ¡Vaya cantera la de EPRV, y no la de La Masía!
ResponderEliminarSoy Osiris, por cierto.
Jrande, Sheriff!!
ResponderEliminarGrande Brys :D
ResponderEliminarPero recuérdame que nunca te pregunte cómo se ponen los condones ;)
JAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAAJAJAJAJAJAAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJ............... LO MEJOR QUE HE LEÍDO EN MUCHO TIEMPO. GRANDE, PERO QUE MUY GRANDE
ResponderEliminar@JASANCHEZT
¡Muy bueno!. Me ha hecho mucha gracia, cosa que no era sorpresa, ya que siempre ha sido evidente tu gran ingenio y sentido del humor.
ResponderEliminarGracias por haberte animado a abrir el blog.
ENORME nuestro Brys. Hasta se me han enfadado en el curro al leerlo. QUEREMOS MÁS
ResponderEliminarMuy bueno, Brys.
ResponderEliminar¡¡¡No tardes en publicar la próxima!!!
Mi gran Brys. Me alegra "verte" bien. Ya sabes que yo interactúo poco ,pero te sigo y ahora, también te leo ja, ja,ja.
ResponderEliminarUn besazo.
Marta.
Eres grande, Sheriff.
ResponderEliminarEspectacular entrada (espero que la primera de muchas). De hecho, ya con ganas de la siguiente entrega. Por cierto, que la descripción del parque coincide peligrosamente con el parque en el que yo me inicié en el consumo de bebidas espirituosas...con la diferencia de que el mío si tenía gomitas por el suelo...
Un abrazo.
Jajajajaja llorando de la risa!
ResponderEliminarLos que gracias a este señor hemos carcajeado ante la pantalla tantas veces no descubrimos nada nuevo -ni nada menos divertido- pero yo quisiera resaltar la capacidad que tiene el tío de transformar en tronchante -y tan llena de vida- una situación y trasfondo que no son precisamente cómicos. Y eso son cuestiones mayores. Uno viene de un día de mierda, lee esto y se arregla con la vida y sus circunstancias. Gracias, Brys.
ResponderEliminarGrande, muy grande.
ResponderEliminarJajajajaja... acabo de pasar un gran rato leyendo esto. Bryson eres un crack.
ResponderEliminarMi querido Bryson,creo has estado desperdiciando tu talento en el invento ese de los 140 caracteres. Me troncho y me parto de risa contigo.Menos mal que ya tienes tu blog y podrás dar rienda suelta a tus desmesurados ingenio e incontinencia verbal.
ResponderEliminarUn abrazo,zanguango
Lunalia
Bryson, cachisenlamá, qué grande eres. Después de leerte no queda otra que admirarte. Qué lecciones de vida y de humor para quienes hacemos de cualquier cosa una tragedia.
ResponderEliminarÁnimo y fuerza. No cambies
(ilha)
Eres la leche caravan!
ResponderEliminarComo decía mi tío que en paz descanse, socio 8mil y pico del Madrid, ERES NÚMERO 1.
ResponderEliminarYa estás tardando en pergeñar una colección de relatos cortos como mínimo, maehtro