lunes, 8 de abril de 2013

Compañeros y Pamplinas


Ya os conté de qué forma apareció en mi vida mi compañero de “trabajo”. Con el aspecto de un pequeño huracán unipersonal que hablaba como una gaviota con vegetaciones, y cómo en un segundo, de forma elástica y rebosante de celeridad, desapareció entre la vegetación para hacer sus cosas.

Dije que parecía el improbable resultante de mezclar a un superviviente de Mauthausen con un nervudo pirata malayo. Una contemplación más próxima y tranquila (en algún momento tenía que pararse), me permitió percibir que su característico aspecto de dinámico superviviente de gulag estaba matizado por unos sorprendentes ojos grises, que transmiten una especie de resignada, solitaria, lejana y melancólica tranquilidad. Posée ojos como de farero antiguo. Por una parte tiene toda la pinta de haber llevado una desastrosa vida de persecución racial, política y religiosa a causa de edictos de gobiernos sin alma, y por otra sus ojos parecen decirte “calma, amigo,  no has visto nada comparable en tu vida al naufragio del ‘Thunderboat’ en las traicioneras aguas del Cabo Gjüütiiiiiiir, allá por donde el Jefe Vikingo ‘Wooofmund el Borrico’ decidió quitarse la vida”.

Debo confesar que nuestra relación no comenzó muy bien. En parte porque es complicado llevarse armoniosamente con una de esas personas que aparecen y desaparecen cuando menos lo esperas, algo así como si en una vida anterior hubiera sido un conejo de chistera un poco cejijunto, por lo que es difícil ubicarle con certeza a no ser que utilices una táctica mourinhesca de presión y acorralamiento por todo el campo. Y casi era un alivio, porque lo peor de todo es que al principio no entendía absolutamente nada de lo que me decía.

Ya debí sospechar algo cuando al ser presentados me dio un escachifollante apretón de manos y dijo llamarse “Auuuuhhhéee”, mas en mi descargo diré que en aquél momento me encontraba un poco nervioso, confuso y agobiado. Confundido, como un Paquirrín en una biblioteca. Pero es que después, ya con el ánimo tranquilo y sereno, la cosa seguía igual.

Veréis, con el ánimo tranquilo y sereno hasta que el tipo aparecía por cualquier lado (tras un árbol, por ejemplo), y a unos 20 metros de distancia lanzaba órdenes del tipo “¡¡¡YYYÚUUU NIRATAJARÁ OOOORZITÁAA JÁBÉEEEÍ…!!!”, y se quedaba observando tranquilo cómo yo le devolvía la mirada con los ojos muy abiertos y gesto de haberme golpeado muchas veces la cabeza contra un bordillo, hasta que ambos nos dábamos por vencidos, nos rascábamos detrás de la oreja al alimón, yo continuaba barriendo y él se esfumaba camino, qué sé yo, de matar los pulgones de las gardenias a machetazos.

Esta situación se repitió varias veces el primer día. Yo barría, o reflexionaba sobre cosas de tremenda importancia, como (“¿me pasaría algo si cojo una naranja, y hago como que soy un portero que saca con el pie mú fortísimamente? ¿Y si me ve alguien? Igual es un observador del Betis, y me ofrece un cont…”), y él aparecía dando berridos (hay que ver las cajas torácicas que tiene la gente de por aquí abajo, con razón cantan tan bien los fandangos) como si él fuera un altavoz norcoreano con sudadera a rayas, y yo un asustadizo ente  mentalmente defectuoso con principio de autismo.

Reconozco que me preocupaba un poco la situación. No me conocéis, pero os aseguro que soy un tipo de lo más amistoso y me enorgullezco de ser sociable, cordial y sencillo. Temía que mi compañero me tomara por uno de esos snobs prepotentes que eligen sus amistades entre personas de su “nivel social”, uno de esos individuos que arrugan el gesto cuando en el restaurante de moda no tienen la añada del vino “Señorío de Gafapasta” que recomienda la consabida “Guía del Gourmet Para Pijos Gilipollas”, y que al ser él un producto evidentemente agrícola, y aparentemente poco dado a sutilezas, yo le menospreciara.

Es más. Temía que “Auuuuhhhéee” viera en mí un competidor por su puesto de trabajo. Alguien que le discutiera el liderazgo sobre los rastrillos y las azadas, el señorío (digamos) sobre las palmeras y los espárragos. Alguien, en suma, que viniera a privarle de su fuente principal de ingresos, una especie de “okupa” guapo y de andares un poco palmípedos pero salerosos.

En mi segundo día me propuse congeniar con él, y tranquilizarle. No sería tan difícil, pensaba yo. Habla un poco raro, ciertamente, pero ya he vivido anteriormente en Andalucía muchos años, entiendo y adoro el acento andaluz (yo mismo lo tengo), y a pesar que el de mi compañero parecía ser de la variedad “moto a escape libre con jipíos de hachazos”, con un poco de esfuerzo y atención por mi parte lograría, al menos, entenderle los “buenos días”, o simplemente aprendería su nombre.

Bien de mañana llegó a paso como de ardilla con prisa. Farfulló algo incomprensible de nuevo (¡¡¡OOOOÍIIIIAAAAHHH!!!), abrió el cuartillo de las herramientas (tenemos cuartillo, con herramientas y todo, joróbate NASA), y salió como un misil con rumbo a la floresta. Aunque desanimado, no soy un hombre que se dé por vencido fácilmente (eso es mentira), así que le seguí como pude, y me dispuse a darle charlita.

-“Qué mañanita tan fresca, ¿eh?”

- “¡UAZZÍHÁRRSHOÉMPO, ÍYYU!”

-“No parece que haya mucho que hacer, ayer le dimos un repaso bastante bueno, ¿verdad?”

-“¡HHÉEESÉEEAHÍJASHOUÍ, ÍGÓOO!”

-“¿Así que… barro?”

-“¡ÍIIIAEEESÉAHHE, TARANÍIIARGÁO, ÍYYU!”

Ante algo así, uno no puede más que encogerse de hombros, retirarse, y quizá acudir a un otorrino, por lo que volví a armarme de cogedor, escoba y guantes, y me dispuse a barrer lo ya barrido, sin dejar de prestar atención a lo que hacía “Auuuuhhhéee”, por si me daba alguna pista. Estaba dispuesto a, más que Operario de Parques y Jardines, convertirme en observador social, en marcador de compañeros, en sombra de castañuelenses. Pensaba que, con tesón, en algún momento nos veríamos en alguna circunstancia que estrechara nuestros lazos, y lograríamos empatizar. Al fin y al cabo, es un español de campo, nos unen añejas raíces culturales, no se trata de aprender chino mandarín. Además, egoístamente, o nos entendíamos o me daba que los días se me iban a hacer muy largos.

Mientras le encontraba, di unas vueltas por el bastante impoluto parque, pateando alguna piña, (que son como granadas de mano bobas) recogiendo algún resto de piruleta (no os las recomiendo, la arena les quita el dulzor), e inventándome un divertido juego que consiste en poner el recogedor a determinada distancia, e intentar meter en el huequecillo una naranja (hay que ver lo que dan de sí las naranjas), golpeándola con tino y sabiduría con el canto de la escoba. Es un deporte al que veo futuro, mezcla de crocket y golf, que pienso patentar y que voy a bautizar como “Croquetgolf Castañuelense”, así a lo cañí, y en el que actualmente soy campeón del mundo.

(Hace dos días, me di cuenta tarde de que un anciano lugareño de calada visera me observaba muy serio mientras me ejercitaba. Con mi simpatía natural, le saludé y comenté que yo era el mismísimo hijo de Jack Nicklaus, a lo que el hombre respondió que en Castañuela del Río habían aprendido a ser tolerantes, y que ya no quemaban a los que no eran católicos).

Ideé otra actividad lúdica tras una fugaz visita al cuarto de las herramientas. Veréis, resulta que, entre otras cosas, hay allí un par de palas (de esas que sirven para abrir bujeros y enterrar cadáveres), y una especie de luchador de Sumo de los carritos de los supermercados, vehículo grande de tracción humana que se utiliza para que al transportar el cubo de la basura no te provoques nueve hernias de disco. Una mente despierta y creativa como la mía enseguida vio posibilidades, inspiradísimo, de conjuntar las dos e inventar lo que pienso denominar como “Kayak sobre tierra”, una especie de descenso del Sella, pero sobre albero. Un auténtico deporte de riesgo, puesto que no es lo mismo darse un talegazo en el agua que contra un peñasco así de gordo.

Como lo primero que procede es reconocer el (digamos) circuito, me encaminé hacia la parte baja del parque, aprovechando de paso para bautizar los distintos tramos, que es algo muy mediático y “merkandístico”. Así, la enlosetada primera rampa (grande desnivel, firme excelente), pasó a llamarse “Ostiaputaaaa”, ya que por ahí hay que rodar con tino porque el carrito puede coger altas velocidades (conviene ir frenando con pala hasta que suelte chispas), culminada por la cerradísima “curva de las pitas”, un cambio brusco de dirección en el que si te sales corres el riesgo de terminar asaeteado contra un repugnante arbolucho llamado “pita” que es como un alfiletero al revés, con unas hojas terminadas en punta con más instinto asesino que un Cebada Gago.

Si consigues sobrevivir a esta curva (quizá sea conveniente descender vestido con gruesa armadura), se abre en amable descenso una estrechísima vereda (“Avenida de Frodo”), que culmina en una barandilla que da al río, por lo que hay que andar con cuidado si no quieres ir a hacerle compañía a las carpas. Aunque quizá no haya en el Guadalquivir de esta marca concreta de pescado, porque vi una pintada en el parque que reza “Carpe Diem”, que como todo el mundo sabe significa “Las carpas están muertas”. Bien, esa curva, sector “habrá que ir a ponerse dientes nuevos, jodida barandilla”, sorteada con pericia, da paso al sendero donde (creo yo), se pueden limar algunos preciosos segundos. Es un camino ancho, llano de tirar de bíceps, quizá con algún un bache-socavón importante, y que encontré cerrado al paso por una extraordinaria cantidad de ramas cortadas.

De entre ellas salió, vociferando, “Auuuuhhhéee” con un hacha y una sierra.

Bueno, no soy partidario de que me vociferen tipos armados con hacha, por lo que, instintivamente di dos pasos atrás. La sonrisa de mi compañero al verme la cara, y su lenguaje corporal, me hicieron comprender que su intención no era matarme y cortarme la cabellera (algo absurdo, porque apenas me queda pelo para fabricar un llavero de mediano tamaño). Lo que quería “Auuuuhhhéee” era que le ayudara, algo comprensible si tenemos en cuenta que trabajo con él.

Los que me conocéis sabéis del peligro que puedo tener con un hacha en la mano. Mi habitual despiste, y por qué no decirlo, antológica torpeza, desaconseja vivamente que utilice cualquier objeto punzante, cortante, o con propiedades fungibles y/o explosivas. Tampoco es conveniente dotarme de un bote de pegamento excesivamente bueno. De hecho creo que hay un artículo en la Constitución que habla de eso. En fin, que dame un hacha, y lo siguiente es llamar al 112. Provéeme de un serrucho, y al llegar a casa escucharás a mi madre decir “hijo, ¿y tu mano izquierda? Mira que eres despistado”.

Por fortuna, lo que mi compañero quería era que me deshiciera de toda la hojarasca y las ramas del medio del camino, tal como un sicario le dice a su ayudante que aprenda a desembarazarse de un cadáver. Mediante mímica, “Auuuuhhhéee” me indicó que abrazara las ramillas chicas y las arrojara por la barandilla del río (inteligente, porque el centro de reciclaje de resíduos orgánicos de Madrid pilla lejos), y que con las ramas grandes me las apañara como pudiera.

Sí os puedo contar que las ramillas chicas tienen la ventaja (notable) de que pesan poco, pero, ay, entre ellas viajan, incrustadas como esos reporteros entre las tropas yankis en la guerra de Irak, las que están armadas con pequeños espolones u hojas urticantes, que hacen que se le quede a uno la cara que se le debe quedar al que, aliñaíllo de ginebra, descubre que ha abrazado a Pilar Bardem. No hay guante, sudadera, o doble camiseta que se les resista. Tienen una función en esta vida, que no es otra que putearte, y vaya si la cumplen a conciencia.

Lo único positivo de la experiencia, todo hay que decirlo, es que me ha dado la idea para un sesudo libro sobre botánica al que pienso titular “Rosales, ortigas y sus muertos tós”, y en el que propondré una solución final contra todo lo que sea verde, exceptuando a los aficionados del Betis y del Cacereño.

Las ramas grandes constituían menor problema. Uno las arrastra, se pega un porrazo al volcarlas sobre la barandilla con los escuálidos brotecillos de rama que surgen de ellas, lo que le hace volar las gafas graciosamente, y ya está. Todo lo más luego hay que palpar el terreno para buscar las lentes, pero nadie dijo que esto fuera fácil, y en peores plazas hemos toreado.

Hay ramas, incluso, de grosor y tamaño como para servir de pértiga. Yo las agarraba de la base con mano derecha, y pelín más adelante con la mano izquierda (tengo dos, recordad que no utilicé el serrucho), e imaginaba ser el pertiguista mozambiqueño más cutre del mundo, (“ahí va Joao Mbebeque, que intenta batir su marca personal de cuarenta y siete centímetros”); o la ponía bajo mi axila y similaba ser un lancero de los Tercios de Flandes especialmente dejado y espeso (“non se ofenda, Rui de Brison, pero debería limpiar su lanza, a la que ¡por Santiago!, le fan brotado hojas”).

Terminado el trabajo, como buen español, encendí un cigarrillo (no lo hagáis, es imprudente) e hice como que miraba al río. En realidad intentaba recuperar el resuello (para lo cual el cigarrillo me venía estupendamente, claro). No soy hombre aficionado a los excesos físicos, y mi mayor preocupación era que el corazón dejara de protestar y darme porrazos en el pecho, porque tamborileaba como si su abuelo fuera de Calanda.

“Auuuuhhhéee” se apoyó a mi lado, y comenzó a hablar. No estaba yo para “Auuuuhhhéles”. Confieso que crecía en mi interior la semilla del resentimiento. Me había hecho trabajar, como si yo no tuviera alma de sindicalista. Además, seguía sin entender nada. Por lo que a mí respectaba, aquel hombrecillo bien podía hablar en búlgaro o en urdu. Podría, perfectamente, estar llamándome “hijo de mil babosas purulentas”, que, me pusiera como me pusiera, no le iba a comprender. Mi intención esa mañana había sido congeniar con él, pero se me habían pasado las ganas. En esos momentos, por mí como si el hombre me estuviera confesando que pensaba inmolarse entre los visitantes del “Museo de dedales antiguos”.

-"…. halahuí nzeguía uhaorraje…"

-"Ya, ya…"

-"…nnncargao hheráaa…"

-" Ofcoursupuesto."

-"… que no vea tantoh pláhticoh, quíyyu."

-" Hombre, quizá los visitantes del… ¿qué has dicho?"

- "Que tiramoh er forraje ahí para que el “Encargao” no vea tanto pláhtico."

De repente le entendía. Había sido como ir buscando una emisora en la radio, dándole con cuidado al dial, como el que explora la manera de contactar con extraterrestres. De pronto, de entre esa estática que suena a señora friendo patatas, surgía una voz comprensible. Oraciones con sentido. Bueno, quizá no con mucho sentido, pero palabras comprensibles, al fin y al cabo.

-"¿Me dijiste que te llamabas?"

-"Pues Manué, coño."

-"Yo Javier."

- "Ya zé que te llama “Ahhhhhvié”. Noh presentaron ayer, quiyu. Oye, tú. Aparte de zordo… ¿Te dihte un porrazo en la cabeza de chico, o argo?"

- "No. O puede que sí. Y no soy sordo. Pero es que el aire puro me hace daño, y… ¿Quieres un cigarro?" – No le veía salida a mi perorata.

-"¿De ezoh? No. Zon maloh."

Y ante mis ojos se sacó un porro de marihuana de metro y medio que encendió con deleite. Intuí (soy listo), que lo de la lejanía en su mirada tenía poco que ver con soledad y encrespados mares. Más bien eran causa de cierto tratamiento con hierbas que, por decirlo de alguna manera, no son bien vistas por el SEPRONA.

-"Qué buena vista del río, ¿eh?" – Como ya sabréis, no pierdo una posibilidad de decir una gilipollez, así me corten la lengua.

Manué miró al Guadalquivir con sus ojos (ejem) llenos de ensoñación, y dijo una de, como pude comprobar a lo largo de los días, antológicas sentencias.

-"¿Tú veh eze río? Pueh ahí se ha ahogado tela de gente."

Y se largó a paso de roedorcillo, quién sabe dónde, quizá a meterle un buen meneo a la señora de David el Gnomo, mientras que yo me quedaba con la cara del que comprueba que sus amigos han dejado a deber, en su nombre, una roncha de 700 euros en un bar.

Con el paso de los días encontré en él un compañero excelente. Un tipo que desarrolla en tres minutos el trabajo que pueda hacer yo en una hora, lo cual tampoco es muy difícil. Quizá su disculpas al llegar un poco tarde son mejorables “zi me levanto y tengo que cagá, tengo que cagá, tío”, y su afición a cazar palomas con el rastrillo es discutible “nóstán buenas con arró, quíyu”, pero es un tipo noblote y bonachón, que sólo salió de Castañuela para ir al servicio militar. “Iyyu, Zalamanca. No hace frío allí. Parecía una oveja meá, gondió”.

Hombre, y no sólo habla regular. Creo que es la pesadilla de un vallisoletano. De haber vivido Lázaro Carreter le habría dedicado un libro “El Exocet en la palabra”, a él solito. Además canta horrorosamente. El otro día escuché un espantoso sonido, algo así como un rinoceronte sodomizando a un grajo, y resulta que era él, despedazando con gesto concentrado una canción de Pablo Alborán. Nadie debería morir sin oirle cantar algo de “Los Chichos”, hacedme caso.

Es un tipo con cicatrices en el alma. Es de los que quieres al lado en una guerra. Gracias a él soy capaz de hacer cosas con el cigarrillo en los labios (sobre todo fumar, claro). Mientras se mata a desbrozar, cavar, transportar cosas pesadas, a mí me dice “no hagas ná. Barre lo máh gordo” (lo cual me da imágenes curiosas de Superfalete bajo mi escoba). El hombre tiene una filosofía, “vive y deja vivir”. Tiene una historia que contar, que tendré que sacarle con delicadeza.

Pero no tiene nada que hacer contra mí en el Croquetgolf Castañuelense. Sigo siendo campeón del mundo.




jueves, 21 de marzo de 2013

Operario de Parques y Jardines



Hace unos cinco meses fui condenado a un periodo de más días de los que yo quisiera con la pena de realizar una actividad llamada “Servicios Comunitarios”. Supongo que sabréis que “Servicios Comunitarios” no es más que un eufemismo para lo que,  básicamente, consiste en hacer trabajos que no quieres a cambio de una cantidad estipulada entre nada y cero euros, como consecuencia  de haber sido entre malo y poco bueno en determinado momento de tu vida.

No quiero extenderme sobre el enojoso incidente que provocó mi desdichada situación, puesto que soy una persona pudorosa, discreta y con alto sentido de la vergüenza. Sólo os diré, a modo de consejo y para evitaros sorpresas desagradables en un futuro, que cuando una espigada estudiante de Erasmus te dice “Můžu se hýbat?”,   no te está pidiendo que le toques una teta.

Pasado el mal trago del juicio, aliviado de salir del juzgado, (ese territorio hostil donde uno se siente a la vez protagonista de novela de Kafka y mota de polvo), procedí a mi exilio a un municipio de la Andalucía Profunda donde el riesgo de encontrarse con lindas estudiantes de Erasmus es mínimo, y almacené en las profundidades de pensamientos más urgentes la condena que pendía sobre mi cada vez más pilosamente despoblada cabeza.

Con el paso de los días se apoderó de mí un irreductible optimismo, sólidamente cimentado en esa proverbial lentitud de la Justicia que siempre subrayan los tertulianos de los medios de comunicación y los parroquianos habituales de los bares (tiendo a confundirlos), mi propia insignificancia, el aluvión de causas abiertas que al parecer son el motivo de que los funcionarios no puedan siquiera entrar en sus oficinas y tengan que salir a la calle con pancartas para pasar el rato y combatir el frío, y el conocimiento casual (pero no fundamentado) de que ese tipo de sentencias caducan, como la ropa y las novias tontas, en un año.

La sorpresa desagradable llegó unos tres meses después, en forma de cartero rechoncho y resollante, quien armado con un maléfico bolígrafo y que a las órdenes de “firme aquí, aquí, aquí, aquí, y ahora póngase en pompa, que viene lo bueno”, me hizo entrega de una carta de aspecto tenebroso, cuyo remite de “Instituciones Penitenciarias. Te Vas a Reír un Rato”, consiguió que me pasara varias horas meciéndome en la silla, con el pulgar en la boca, y (estoy seguro), con expresión de ser público de plató de la ‘Ruleta de la Fortuna’.

Desgraciadamente, comprobé, no se habían olvidado de mí. No debo ser tan insignificante, los tertulianos de los medios de comunicación son unos obtusos porque la señora de la venda y la balanza tiene de lenta lo que yo de paraguayo, eso del aluvión de causas abiertas es una pamplina, y los funcionarios de Justicia una plebe de vociferantes exagerados que están en la calle para poder fumar tranquilamente, y llevan pancartas porque así le dan uso a las sábanas viejas.

El caso es que, tras presentarme en dos sitios, a cual más espeluznante, rodeado de compañeros de espera con aspecto de asaltar diligencias, y ser interrogado sobre mis aptitudes, aspiraciones, e inquietudes más profundas, fui destinado a trabajar de gorra en el Ayuntamiento de un pueblo cercano a donde resido, y conminado  a presentarme en día lunes y a hora indecentemente temprana en el Almacén Municipal de (llamémosle así, huyendo del tópico) Castañuela del Río.

La espera fue  un poquillo tortuosa - te avisan con un par de semanas de antelación - , pero llegó el día, (tal como llegan las cuñadas a casa de comida concertada con tiempo, ya sabéis, de esa forma temida e inexorable), en el que tenía que personarme a cumplir la sentencia.

Hacía frío esa mañana, pero me enfrenté al mundo con el optimismo de un enfermo terminal, y la disposición positiva de aquél al que le recomiendan imperativamente dormir en un colchón de clavos. Tras bajar del autobús, y después de un pequeño y vigorizante paseo,- no por afición, más bien porque, cosa rara en mí, me equivoqué de camino y me perdí, hay que tener en cuenta que el pueblo tiene exactamente tres calles- así que hube de preguntarle a un señor al que supongo una esposa horrible de ponerle cruces al revés, puesto que no es normal pasear cachazudamente tan temprano por ningún sitio, que fue quien me indicó el emplazamiento del almacén, donde entré dispuesto a presentarme y esperar instrucciones.

Topé con un local lóbrego y oscuro. En la penumbra (supongo que no están las cosas para malgastar luz, y al fin y al cabo quién no quiere tener la oportunidad de tropezarse contra una viga), logré distinguir a un grupo de hombres de aspecto ceñudo y albañilesco, grúas, camiones, hierros, y numerosas señales de tráfico como castigadas contra la pared que me causaron honda impresión.

La verdad, yo pensaba que las señales de tráfico, como los árboles, se plantaban. En mi ignorancia suponía que (digamos) una pareja joven sembraba una tuerca o un rodamiento, lo cuidaba con mimo y riego durante un tiempo determinado, y al final surgía un tallo metálico coronado por un octogonal mensaje de “STOP”, (“mira, Paqui, sale a tu entrepierna”), o una encarnadota circunferencia con rectangular y ancho bigote canoso, como la cara de un coronel inglés retirado, de esas que alertan al Fernando Alonso de turno de que ese camino que de todas formas va a tomar es dirección prohibida.

El caso es que no, que curiosamente crecen en los almacenes municipales.

Sin tiempo para reflexionar sobre tan interesante asunto, pregunté atemorizado a uno de los tipos que componían el grupo de hombres de aspecto albañilesco (resulta que eran albañiles) sobre la localización de lo que aquí llaman el “encargao”, que resultó estar aposentado tras una mesa, en un pequeño despacho ubicado tras un ventanal que aún debe conservar churretes de cuando el pueblo estaba habitado por gente que consideraba la rueda como la última y escandalosa novedad, y cuya decoración haría que Ágatha Ruiz de la Prada experimentara lo que se siente al sufrir siete soponcios.

El “Encargao” resultó ser un señor de mediana edad y rostro curtido, de pelo cano, pero con algo en su contenida actitud que parecía forzado. Me recibió amablemente, pero creí intuir que su auténtica naturaleza consistía en moverse de un lado a otro, hablando por tres teléfonos a la vez con el gobernador, el fiscal y el alcalde de Nueva York, mientras contrataba a un limpiabotas que pasaba por allí, le encargaba a un tipo que indagara más sobre el enigmático superhéroe que esterilizaba la ciudad contra malhechores, y despedía a una fotógrafa.

Sí. El “Encargao” es igualito al jefe de Spiderman.

El hombre me preguntó qué sabía hacer. Con voz potente, confiada y temo que un poco desdeñosa, le desgrané un impresionante currículum que me hizo albergar esperanzas de que me nombraran, al menos, Teniente de Alcalde de Castañuela del Río.

-“ ¿Azí que para los arbañiles no vales, eh?” – Rezongó.

- “Ehhh…” – Dudaba en contarle la anécdota de cuando mi padre hizo obras en casa. Un agobiado currante se vio privado de su peón y recurrió a mí, con la mala suerte de que, entre que le entendía poco y que mi dominio de la terminología de las herramientas del sector de la construcción es nulo, cuando me pidió que le acercara “la espiocha y la cejeta”, me presenté con dos prostitutas bastante feas. – “Ehhh… creo que ahí puedo resultar de poca ayuda”.

El “Encargao” pareció por unos instantes algo pesaroso, como si no esperase encontrar un lunes delante de su mesa a un empleado de tan admirable formación. Y tan barato. Pero rápidamente se repuso, esbozó una sonrisa, y dijo triunfante:

-“Ea. Poh a barré. Al parque, que allí no te ve nadie. Zal ahí, y dile a uno de ezoh que te dé una escoba, un recogedó y unoh guanteh, y ya te vá apañando”.

- “No sé dónde está el Parq…” – También iba a alegar que no poseo el Carnet de Manipulador de Escobas, pero no estaba muy seguro de que algo de eso exista.

- “¡Goenlavírgen!” – Se levantó de la silla con celeridad de rayo, y comenzó a llamar a voces a alguien. - “¡¡Ntonio!! Ntonioooo!!!”

De las profundidades del local surgió una voz que sugería un concierto de truenos en un valle con eco, o un bombardeo en el Palacio de la Acústica.

-“¡¡¡ZZZÍÍÍÍÍ…!!!”

-“¡¡Acompaña a este hombre ar parque, que va de Operario!! ¡Ah! ¡Y acércale lah herramienta!”

- “¿¿¿UNA EHCOBA UN COHEDÓ Y UNOH GUANTEH???”

- “¡¡No, un microscopio, un bisturí y dó portátile!! ¡¡Poh claro que una escoba, un cogedó y unos guanteh, mamahostiah!! ¡¡Va a barré, no va a descubrí la vacuna contra el sevillismo!!

Asistí al diálogo entre paralizado y abrumado. Angustiado. Odio los parques, lugares repletos de vegetales espinosos, y sitio de esparcimiento de niños y demás criaturas repulsivas. Hay solitarios columpios que remiten a la película “El Resplandor”, que se balancean sin que haga viento. De todos los destinos posibles, quizá era el tercero peor, sólo por detrás del que consiste en limpiarle el trasero a señores ancianos de colon irritable, y el de ser conserje de la “Asociación Activo-Feminista Ponga una Axila Peluda en su Vida”.

Interrumpió mis pensamientos el tal “Ntonio”, que surgió como de la nada, un tipo con la constitución física del Reichstag, aunque algo más cordial. Tras estrujarme la mano y parlamentar con el “Encargao” en una jerga sólo comprensible para alguien que se haya criado entre piedras y gravilla, me palmeó en la espalda, y partimos hacia mi lugar de trabajo, no sin antes despedirnos del jefe, que pareció visiblemente aliviado con mi marcha.

En el trayecto (exactamente 30 segundos), el buen hombre me tranquilizó. Me dijo que allí iba a estar “mú bien”, y “mú tranquilo”, y no pareció poner muy mala cara cuando, con poco tino, le dije “¿pero este pueblo tiene parque?”, algo que a otro castañuelense algo más nacionalista le hubiera sentado peor.
Tras subir un empinada cuesta (es mi sino), y atravesar una cancela herrumbrosa, llegamos al lugar donde, al parecer, iba a pasar algunas horas de mi vida.

Puede que un purista, uno de esos individuos amantes de este tipo de emplazamientos (de todo hay en esta vida, y en concreto estos señores suelen ser unos gilipuertas que llevan gorra y son capaces de utilizar la palabra “sinergia” en la comida de Navidad), objete vehementemente que el parque en cuestión es pequeño. Efectivamente, no es Central Park, ni siquiera el Parque de María Luisa. Es posible, incluso, que tenga un poco más de un palmo del espacio necesario para que se gire Marcelo cuando vuelve de una lesión. Pero estoy en condiciones de contestarle, alterando un poco aquél eslogan que ideó Rosa Díez cuando era consejera del Gobierno Vasco, “¿Pequeño?... Pues ‘Ven y Bárrelo’”.

Un primer vistazo me mostró un espacio medianamente razonable, que quizá no dé la talla como dimensión de campo de fútbol, con bancos a los costados (no de los de deberles préstamos, sino de los de aposentar traseros), con suelo de albero, algún arriate (en todos los sitios hay vascos), y un par como de rotondillas sembradas de césped, una de las cuales tenía la típica estatua de un señor calvo al que las palomas defecan encima. Al fondo, un mirador con vistas al Guadalquivir, por si alguien quiere pasar excitantes momentos contemplando cómo se desplaza el agua.

Nada extraordinario. Manejable para barrer, aunque poco indicado para meter mano, quizá la única actividad tolerable en los jardines públicos. Así se lo hice saber a “Ntonio”, quien con sádica sonrisa me indicó que lo que estaba ante mi vista no era ni mucho menos todo, y me mostró algo así como una docena de escaleras de varios tramos, que descendían hacia lo que parecía ser una mezcla de jungla amazónica y peinado de Bob Marley. Un asilvestrado bosque repleto de vegetales, recovecos, senderos, una fuente rumorosa que enseguida me dio ganas de hacer pis (siempre me pasa, se conoce que mi vejiga tiende a empatizar con los chorrillos de cualquier líquido), asientos de piedra, y extraordinarias pendientes alfombradas por lo que parecían ser plantas alienígenas, y con el tiempo reconocí como maleza. Un lugar estupendo para meter mano, lo reconozco, pero una pesadilla para el noble deporte de rascarle con la escoba la espalda al suelo.

Tras quedarme lívido y petrificado de tal forma que una pareja de palomas me observó con indisimulado alivio, y cuando ya se acercaban portando cara de apretón y uno de esos rollos de papel higiénico palomil, de repente mi sangre volvió a circular a causa de la entrada en escena de una enjuta figura que se plantó junto a nosotros con andares presurosos y el lenguaje corporal del que sufre una virulenta invasión de pulgas. Resultó ser mi compañero, un tipo con el improbable aspecto resultante de mezclar a un superviviente de Mauthausen con un nervudo pirata malayo, quien me dejó la mano como si le hubiera dado un apretón al Increíble Hulk, se presentó como “Auuuuhhhéee”, intercambió con “Ntonio” unas apresuradas palabras en lo que sonaba como el lenguaje de las gaviotas, y desapareció con un rastrillo entre el tupido follaje, como un duendecillo que tuviera prisa en hacer las cosas que suelen hacer los duendecillos.

 Mi compañero merece una entrada aparte. Ya hablaremos de él.

-“Ea, quíyyu, póh ná, ahí lo tieneh”

Con esas palabras, acompañadas de otra palmadita en la espalda – que, francamente, podría haberse ahorrado- y tras un somero consejo brumosamente expuesto  sobre el cuidado que debía tener al barrer los cristalitos (“por loh niñoh, ¿zábe?”), “Ntonio” se marchó a velocidad continental, dejándome solo delante de un buen trozo de naturaleza barrible.

Intenté afrontar mi situación desde un punto de vista alegre. Supuse que habría muchas personas que me envidiarían. Quizá era un privilegiado. La mañana se había quedado fresca y clarita, el cielo de un celeste puro casi dañino, el aire que llegaba del río parecía aconsejablemente limpio y sano, y no se escuchaba más ruido que el arrullo de las palomas, el trino del mirlo, el melodioso silbido del… qué se yo. Del espárrago mismo. Nunca he entendido de pájaros, más allá de si han sido fritos correctamente, y con sinceridad, me importa un pito si croan, rebuznan, o dan discursos en esloveno. Ya podía yo intentar decantarme por la visión optimista de mi situación, que no me iba a brotar la afición por la ornitología de repente.

Tampoco he sido nunca un entusiasta de los vegetales. No sé distinguir un roble de una farola, y los considero un ornamento natural inútil, holgazán, y francamente molesto. Están ahí, quietos, sin hacer nada, ni siquiera se apartan cuando uno va con prisa, que no sabes si te observan con disimulo, y aprovechan que te refugias en ellos de la lluvia para arrojarte un fruto y atraer un rayo. Tienen mala leche. Ni de paraguas valen. Son seres prescindibles, odiosos, que acogen orugas, hormigas, seguramente señores de Cuenca, y todo tipo de bichos, y que te ponen la zancadilla cuando pasas al lado de ellos. (“Qué curioso, querido Brys, te has tropezado con una raíz que sobresale”. “Un carajo. El hijoputa del árbol me ha hecho penalty”).

Observé con diluido interés, no obstante, la flora con la que me tocaba convivir, por hacerme una idea. Más allá de reconocer varias palmeras (sé distinguir a este árbol en concreto porque se parece al Actor Secundario Bob, y porque siempre me ha decepcionado que con ese nombre sea incapaz de tocar las palmas al compás), algún naranjo, y a un curioso ejemplar de arbolito de hojas rosáceas que decidí bautizar como “Mariconcio Silvestre”, todos los demás componentes clorofílicos del paisaje me parecían iguales. Así que imaginadlos vosotros y ponedles nombre. ¿Olmo? Pues olmo, el bueno de Luis lleva años mustiando micrófonos. ¿Pino? Excelente, Álvaro fue un esforzado ciclista. Por mí no hay problema. Actuad con total liberalidad, o denunciadme al Colegio Oficial de Señores Amantes de los Tallos, lo que os plazca.

Al ver que no mejoraba mi estado de ánimo, decidí al menos ponerme manos a la obra (a la escoba). Así que desempaqueté los guantes (que venían con instrucciones) y empuñé las herramientas.
Mi primer pensamiento no fue para todo el material que acumulaba el suelo. Me regocijé, en cambio, ante la circunstancia de que unos simples guantes vinieran con un folleto de instrucciones. “Si te hacen falta instrucciones para utilizar unos guantes”-pensaba- “en vez de trabajar deberías estar en casa mirando con nublados ojos al vacío, y con cuidado de tener a una persona que te limpie de vez en cuando la baba”. Mi jocosidad disminuyó drásticamente cuando me di cuenta de que me había puesto los guantes al revés, así que fijé la atención en otra cosa antes de perseverar en un pensamiento que me llevaría a la sima de la depresión más profunda.

Distraído, comencé a reparar en las cosas que barría. Predominantemente (oh, sorpresa), hojas. De todos los colores. Hojas verde guardia civil, hojas marrón combatiente en el desierto, hojas bicolor partido político bisagra, hojas negras (o afroamerihojas), incluso algunas hojas color rojo asaltante de Mercadona, o azules ostia-me-he-equivocao-de-tinte. Luego resultó que estos dos últimos tipo de follaje no son naturales, sino envoltorios de varias clases de golosina.

También tropecé con mucho cristalito. Es más, allí reposan la cantidad suficiente de cristalitos como para engatusar a 17 tribus precolombinas. Hay algo de bebedor ruso en el alma del castañuelense. Por lo que veía, la gente de allí trasiega el líquido, e inmediatamente rompe el vaso, o la botella, o el botijo, o lo que sea. Recordé el consejo de “Ntonio” sobre el especial cuidado que debía tener al limpiar los trozos de vidrio. Hay que pensar en los niños, que tienen la piel fina (son niños, no crustáceos), y hemos de evitar que los dañe nada que no seamos nosotros mismos. Resultaría penoso que un infante saliera de paseo con sus papás, quisiera jugar (por ejemplo) al guá, y se dañara por culpa de la dejadez y falta de profesionalidad de un Operario de Parques y Jardines.

Cuando llevaba tres horas barriendo, y mis riñones parecían ser mordidos por dos perros rabiosos, ya pensaba de distinta forma. Al fin y al cabo son niños, no globos. Es decir, aplica un cristal sobre un globo y tendrás un desastre. Aplica un cristal sobre un niño, y tendrás a un mocoso repelente con un monóculo. Bueno, acepto que en ocasiones el diminuto ente pueda hacerse una raspadurilla, o un corte profundo. ¿Y? ¿Dónde está el problema? Se le unta de mercromina, se le cose si hace falta, se le venda si es necesario, se le amputa si no hay más remedio, y luego con un par de ánimos y un buen cachete por llorica, se le manda a hacer los deberes, o lo que sea que tengan que hacer esos detestables seres. Los niños son durísimos, por Dios. Yo mismo he pateado a unos cuantos en las nalgas, y creedme que luego el pie duele un rato.

A eso de las doce de la mañana ya estaba un poco quebrado. Más que un señor con perilla, empezaba a parecer una alcayata guapa, así que aparqué mis útiles de trabajo, y decidí dar una vuelta con la excusa de “habrá que limpiar el césped de bolsitas”.

Es curioso. En toda la mañana no había visto más que a dos paseantes. Era, a todos los efectos, un jardín público solitario. Pero un rápido vistazo al interior de la fuente (aparte de provocarme otra vez ganas de hacer pis), y a lo que había entre lo que los lugareños llaman “el forraje” (o sea, hierbas salvajes que nadie corta, y que deben de ocupar el 90 % de la superficie de la parte baja del parque), me indicó que aquello debía ser un sitio movido por las noches.

No, no voy por ahí. No vi ni un preservativo. En lo que respecta al sexo, en apariencia las lugareñas son muy feas, o bien los lugareños son más partidarios de jugársela a ser papá por accidente, o puede que Castañuela del Río albergue firmes ideas en el espinoso asunto de la repoblación autóctona. Sea por la razón que sea, el caso es que afortunadamente no me topé con ninguna de esas gomitas usadas. Aunque viendo lo que beben por allí, no descarto que se las coman.

Porque beben. Decenas, cientos de botellas. Me había hartado a barrer cristalitos, y ante mis ojos se presentaba el germen principal de todos ellos.

Y no es que me extrañe que la gente de allí caiga en la dipsomanía, en absoluto. Yo nazco en Castañuela del Río y degluto hasta el disolvente. Además, soy más que tolerante en lo que respecta al consumo de alcohol. Ahora no ejerzo, pero hasta hace bien poco los mesoneros salían a la calle y se arrojaban a mis pies, implorándome para que entrara en su negocio. La hostelería española se ha sostenido durante años sobre mi hígado. Hay destilerías enteras que le han puesto mi nombre a sus nuevas factorías. Existen potentados de las bebidas espirituosas que han bautizado a sus jets privados, o sus yates más lujosos,  como “Bryson” en mi honor.

No, no soy mojigato en este asunto.

Tampoco nací ayer, sé lo que hacen los adolescentes por las noches. No me imagino a dos tíos de 16 años, repletos de hormonas que crepitan como maíz en aceite hirviendo, con el pelo engominado de punta, cuatro piercings y camisetas ajustadas con lemas como “TE VOY A ROMPER EL JIGO”, manteniendo conversaciones del tipo “¿Quíyo, quedamos esta noche con las churris en el parque? Yo llevo los Actimeles”. “De putamadre, tío. Yo traigo la enciclopedia y los puzzles”.

No, lo sorprendente es la ínfima calidad de lo que beben. Ante mí no había restos de botellas de marcas normales, siquiera baratamente reconocidas. Espantado leía nombres como “Whisky Botajé”, “Ginebra Fibíter”, “Ron Cornellá”, o “Vodka Eschirchóv”. No quería ni imaginar cómo serían las otras sustancias que sin duda consumían sin dejar tanto rastro. Esa gente debe esnifar crocuanina, fumar nuarijuana e inyectarse helloprima. Ahora que lo pienso, igual es la causa de la ausencia de condones. Uno se zampa dos cubatas de “Ron Frujal”, o un “Coñac Soyverano” con cola y no es que sea incapaz de calzarse una goma en la fuchinga. Es que no atina ni a copular con el túnel de Viella.

Me hundí de tal manera en estas cavilaciones, que sólo me faltaba una pipa de buena madera, una esponjosa barba que acariciar (mi perilla tiene sus limitaciones), y quizá una bata a cuadros y algún “mmmm…” No es asunto baladí. Ya vemos cómo le va al país política, financiera y (lo importante) televisivamente. Todo es reflejo de nuestra sociedad que, perdonad que os lo diga, está mú boba. Vosotros mismos, que habéis vivido lo suficiente, y sois leídos y cultos, estáis para que os encierren y luego tirar la llave al océano. Pues imaginad lo que nos espera. Estos adolescentes, que ahora mismo se están metiendo sustancias tan notoriamente cutres y perjudiciales, son nuestros próximos políticos, abogados, médicos, científicos u operarios de parques y jardines. Quizá estos castañuelenses en concreto no, puesto que colocándose con “Whisky Yonni Vázquez” y psicotrópico “Éze Le Dé” es posible que muten y terminen alimentándose de chinchetas con una protuberancia tentacular nasal, pero imaginad que esta plaga se extiende. Imaginad que, con la crisis de los cojines a toda la juventud española le da por consumir masivamente de ese alcohol que debe estar destilado a partir de uñas y, por ejemplo, no quiera Dios, terminan haciendo un botellón de 20.000 personas en Granada. Es deprimente.

Noté que a mi cuerpo le crujían las costuras, que el sol empezaba a apretar de sentir que me iban a poner un chorrito de aceite de oliva encima, y que una señora que paseaba al perro me miraba fijamente. Había terminado mi jornada. Cómo pasan las horas cuando uno trabaja tanto. Y qué beneficios nos conllevan los “Servicios Sociales”.

Qué alegría más enorme saber que aún me quedan unos días.

Qué deciros. Toda experiencia tiene moraleja. Así que no toquéis tetas ajenas, no tiréis cristalitos al suelo, no tengáis niños, no bebáis alcohol malo, no os comáis los preservativos y, sobre todo…

Leeros bien las instrucciones de cómo ponerse unos guantes.