Ya os conté de qué forma apareció en mi vida mi compañero de
“trabajo”. Con el aspecto de un pequeño huracán unipersonal que hablaba como
una gaviota con vegetaciones, y cómo en un segundo, de forma elástica y
rebosante de celeridad, desapareció entre la vegetación para hacer sus cosas.
Dije que parecía el improbable resultante de mezclar a un
superviviente de Mauthausen con un nervudo pirata malayo. Una contemplación más
próxima y tranquila (en algún momento tenía que pararse), me permitió percibir
que su característico aspecto de dinámico superviviente de gulag estaba
matizado por unos sorprendentes ojos grises, que transmiten una especie de
resignada, solitaria, lejana y melancólica tranquilidad. Posée ojos como de
farero antiguo. Por una parte tiene toda la pinta de haber llevado una
desastrosa vida de persecución racial, política y religiosa a causa de edictos
de gobiernos sin alma, y por otra sus ojos parecen decirte “calma, amigo, no has visto nada comparable en tu vida al
naufragio del ‘Thunderboat’ en las traicioneras aguas del Cabo Gjüütiiiiiiir,
allá por donde el Jefe Vikingo ‘Wooofmund el Borrico’ decidió quitarse la vida”.
Debo confesar que nuestra relación no comenzó muy bien. En
parte porque es complicado llevarse armoniosamente con una de esas personas que
aparecen y desaparecen cuando menos lo esperas, algo así como si en una vida
anterior hubiera sido un conejo de chistera un poco cejijunto, por lo que es
difícil ubicarle con certeza a no ser que utilices una táctica mourinhesca de
presión y acorralamiento por todo el campo. Y casi era un alivio, porque lo
peor de todo es que al principio no entendía absolutamente nada de lo que me
decía.
Ya debí sospechar algo cuando al ser presentados me dio un
escachifollante apretón de manos y dijo llamarse “Auuuuhhhéee”, mas en mi
descargo diré que en aquél momento me encontraba un poco nervioso, confuso y
agobiado. Confundido, como un Paquirrín en una biblioteca. Pero es que después,
ya con el ánimo tranquilo y sereno, la cosa seguía igual.
Veréis, con el ánimo tranquilo y sereno hasta que el tipo
aparecía por cualquier lado (tras un árbol, por ejemplo), y a unos 20 metros de
distancia lanzaba órdenes del tipo “¡¡¡YYYÚUUU NIRATAJARÁ OOOORZITÁAA
JÁBÉEEEÍ…!!!”, y se quedaba observando tranquilo cómo yo le devolvía la mirada
con los ojos muy abiertos y gesto de haberme golpeado muchas veces la cabeza
contra un bordillo, hasta que ambos nos dábamos por vencidos, nos rascábamos
detrás de la oreja al alimón, yo continuaba barriendo y él se esfumaba camino,
qué sé yo, de matar los pulgones de las gardenias a machetazos.
Esta situación se repitió varias veces el primer día. Yo
barría, o reflexionaba sobre cosas de tremenda importancia, como (“¿me pasaría
algo si cojo una naranja, y hago como que soy un portero que saca con el pie mú
fortísimamente? ¿Y si me ve alguien? Igual es un observador del Betis, y me
ofrece un cont…”), y él aparecía dando berridos (hay que ver las cajas
torácicas que tiene la gente de por aquí abajo, con razón cantan tan bien los
fandangos) como si él fuera un altavoz norcoreano con sudadera a rayas, y yo un
asustadizo ente mentalmente defectuoso
con principio de autismo.
Reconozco que me preocupaba un poco la situación. No me
conocéis, pero os aseguro que soy un tipo de lo más amistoso y me enorgullezco
de ser sociable, cordial y sencillo. Temía que mi compañero me tomara por uno
de esos snobs prepotentes que eligen sus amistades entre personas de su “nivel
social”, uno de esos individuos que arrugan el gesto cuando en el restaurante
de moda no tienen la añada del vino “Señorío de Gafapasta” que recomienda la
consabida “Guía del Gourmet Para Pijos Gilipollas”, y que al ser él un producto
evidentemente agrícola, y aparentemente poco dado a sutilezas, yo le
menospreciara.
Es más. Temía que “Auuuuhhhéee” viera en mí un competidor por
su puesto de trabajo. Alguien que le discutiera el liderazgo sobre los
rastrillos y las azadas, el señorío (digamos) sobre las palmeras y los
espárragos. Alguien, en suma, que viniera a privarle de su fuente principal de
ingresos, una especie de “okupa” guapo y de andares un poco palmípedos pero
salerosos.
En mi segundo día me propuse congeniar con él, y
tranquilizarle. No sería tan difícil, pensaba yo. Habla un poco raro,
ciertamente, pero ya he vivido anteriormente en Andalucía muchos años, entiendo
y adoro el acento andaluz (yo mismo lo tengo), y a pesar que el de mi compañero
parecía ser de la variedad “moto a escape libre con jipíos de hachazos”, con un
poco de esfuerzo y atención por mi parte lograría, al menos, entenderle los
“buenos días”, o simplemente aprendería su nombre.
Bien de mañana llegó a paso como de ardilla con prisa.
Farfulló algo incomprensible de nuevo (¡¡¡OOOOÍIIIIAAAAHHH!!!), abrió el
cuartillo de las herramientas (tenemos cuartillo, con herramientas y todo,
joróbate NASA), y salió como un misil con rumbo a la floresta. Aunque
desanimado, no soy un hombre que se dé por vencido fácilmente (eso es mentira),
así que le seguí como pude, y me dispuse a darle charlita.
-“Qué mañanita tan fresca, ¿eh?”
- “¡UAZZÍHÁRRSHOÉMPO, ÍYYU!”
-“No parece que haya mucho que hacer, ayer le dimos un repaso
bastante bueno, ¿verdad?”
-“¡HHÉEESÉEEAHÍJASHOUÍ, ÍGÓOO!”
-“¿Así que… barro?”
-“¡ÍIIIAEEESÉAHHE, TARANÍIIARGÁO, ÍYYU!”
Ante algo así, uno no puede más que encogerse de hombros,
retirarse, y quizá acudir a un otorrino, por lo que volví a armarme de cogedor,
escoba y guantes, y me dispuse a barrer lo ya barrido, sin dejar de prestar
atención a lo que hacía “Auuuuhhhéee”, por si me daba alguna pista. Estaba
dispuesto a, más que Operario de Parques y Jardines, convertirme en observador
social, en marcador de compañeros, en sombra de castañuelenses. Pensaba que,
con tesón, en algún momento nos veríamos en alguna circunstancia que estrechara
nuestros lazos, y lograríamos empatizar. Al fin y al cabo, es un español de
campo, nos unen añejas raíces culturales, no se trata de aprender chino
mandarín. Además, egoístamente, o nos entendíamos o me daba que los días se me
iban a hacer muy largos.
Mientras le encontraba, di unas vueltas por el bastante impoluto
parque, pateando alguna piña, (que son como granadas de mano bobas) recogiendo
algún resto de piruleta (no os las recomiendo, la arena les quita el dulzor), e
inventándome un divertido juego que consiste en poner el recogedor a determinada
distancia, e intentar meter en el huequecillo una naranja (hay que ver lo que
dan de sí las naranjas), golpeándola con tino y sabiduría con el canto de la
escoba. Es un deporte al que veo futuro, mezcla de crocket y golf, que pienso
patentar y que voy a bautizar como “Croquetgolf Castañuelense”, así a lo cañí,
y en el que actualmente soy campeón del mundo.
(Hace dos días, me di cuenta tarde de que un anciano lugareño
de calada visera me observaba muy serio mientras me ejercitaba. Con mi simpatía
natural, le saludé y comenté que yo era el mismísimo hijo de Jack Nicklaus, a
lo que el hombre respondió que en Castañuela del Río habían aprendido a ser
tolerantes, y que ya no quemaban a los que no eran católicos).
Ideé otra actividad lúdica tras una fugaz visita al cuarto de
las herramientas. Veréis, resulta que, entre otras cosas, hay allí un par de
palas (de esas que sirven para abrir bujeros y enterrar cadáveres), y una
especie de luchador de Sumo de los carritos de los supermercados, vehículo
grande de tracción humana que se utiliza para que al transportar el cubo de la
basura no te provoques nueve hernias de disco. Una mente despierta y creativa
como la mía enseguida vio posibilidades, inspiradísimo, de conjuntar las dos e
inventar lo que pienso denominar como “Kayak sobre tierra”, una especie de
descenso del Sella, pero sobre albero. Un auténtico deporte de riesgo, puesto
que no es lo mismo darse un talegazo en el agua que contra un peñasco así de
gordo.
Como lo primero que procede es reconocer el (digamos)
circuito, me encaminé hacia la parte baja del parque, aprovechando de paso para
bautizar los distintos tramos, que es algo muy mediático y “merkandístico”.
Así, la enlosetada primera rampa (grande desnivel, firme excelente), pasó a
llamarse “Ostiaputaaaa”, ya que por ahí hay que rodar con tino porque el
carrito puede coger altas velocidades (conviene ir frenando con pala hasta que
suelte chispas), culminada por la cerradísima “curva de las pitas”, un cambio
brusco de dirección en el que si te sales corres el riesgo de terminar
asaeteado contra un repugnante arbolucho llamado “pita” que es como un
alfiletero al revés, con unas hojas terminadas en punta con más instinto
asesino que un Cebada Gago.
Si consigues sobrevivir a esta curva (quizá sea conveniente
descender vestido con gruesa armadura), se abre en amable descenso una
estrechísima vereda (“Avenida de Frodo”), que culmina en una barandilla que da
al río, por lo que hay que andar con cuidado si no quieres ir a hacerle
compañía a las carpas. Aunque quizá no haya en el Guadalquivir de esta marca
concreta de pescado, porque vi una pintada en el parque que reza “Carpe Diem”,
que como todo el mundo sabe significa “Las carpas están muertas”. Bien, esa
curva, sector “habrá que ir a ponerse dientes nuevos, jodida barandilla”,
sorteada con pericia, da paso al sendero donde (creo yo), se pueden limar algunos
preciosos segundos. Es un camino ancho, llano de tirar de bíceps, quizá con
algún un bache-socavón importante, y que encontré cerrado al paso por una extraordinaria
cantidad de ramas cortadas.
De entre ellas salió, vociferando, “Auuuuhhhéee” con un hacha
y una sierra.
Bueno, no soy partidario de que me vociferen tipos armados
con hacha, por lo que, instintivamente di dos pasos atrás. La sonrisa de mi
compañero al verme la cara, y su lenguaje corporal, me hicieron comprender que
su intención no era matarme y cortarme la cabellera (algo absurdo, porque apenas
me queda pelo para fabricar un llavero de mediano tamaño). Lo que quería
“Auuuuhhhéee” era que le ayudara, algo comprensible si tenemos en cuenta que
trabajo con él.
Los que me conocéis sabéis del peligro que puedo tener con un
hacha en la mano. Mi habitual despiste, y por qué no decirlo, antológica
torpeza, desaconseja vivamente que utilice cualquier objeto punzante, cortante,
o con propiedades fungibles y/o explosivas. Tampoco es conveniente dotarme de
un bote de pegamento excesivamente bueno. De hecho creo que hay un artículo en
la Constitución que habla de eso. En fin, que dame un hacha, y lo siguiente es
llamar al 112. Provéeme de un serrucho, y al llegar a casa escucharás a mi
madre decir “hijo, ¿y tu mano izquierda? Mira que eres despistado”.
Por fortuna, lo que mi compañero quería era que me deshiciera
de toda la hojarasca y las ramas del medio del camino, tal como un sicario le
dice a su ayudante que aprenda a desembarazarse de un cadáver. Mediante mímica,
“Auuuuhhhéee” me indicó que abrazara las ramillas chicas y las arrojara por la
barandilla del río (inteligente, porque el centro de reciclaje de resíduos
orgánicos de Madrid pilla lejos), y que con las ramas grandes me las apañara
como pudiera.
Sí os puedo contar que las ramillas chicas tienen la ventaja
(notable) de que pesan poco, pero, ay, entre ellas viajan, incrustadas como
esos reporteros entre las tropas yankis en la guerra de Irak, las que están
armadas con pequeños espolones u hojas urticantes, que hacen que se le quede a
uno la cara que se le debe quedar al que, aliñaíllo de ginebra, descubre que ha
abrazado a Pilar Bardem. No hay guante, sudadera, o doble camiseta que se les
resista. Tienen una función en esta vida, que no es otra que putearte, y vaya
si la cumplen a conciencia.
Lo único positivo de la experiencia, todo hay que decirlo, es
que me ha dado la idea para un sesudo libro sobre botánica al que pienso
titular “Rosales, ortigas y sus muertos tós”, y en el que propondré una
solución final contra todo lo que sea verde, exceptuando a los aficionados del
Betis y del Cacereño.
Las ramas grandes constituían menor problema. Uno las arrastra,
se pega un porrazo al volcarlas sobre la barandilla con los escuálidos
brotecillos de rama que surgen de ellas, lo que le hace volar las gafas graciosamente,
y ya está. Todo lo más luego hay que palpar el terreno para buscar las lentes,
pero nadie dijo que esto fuera fácil, y en peores plazas hemos toreado.
Hay ramas, incluso, de grosor y tamaño como para servir de
pértiga. Yo las agarraba de la base con mano derecha, y pelín más adelante con
la mano izquierda (tengo dos, recordad que no utilicé el serrucho), e imaginaba
ser el pertiguista mozambiqueño más cutre del mundo, (“ahí va Joao Mbebeque,
que intenta batir su marca personal de cuarenta y siete centímetros”); o la
ponía bajo mi axila y similaba ser un lancero de los Tercios de Flandes especialmente
dejado y espeso (“non se ofenda, Rui de Brison, pero debería limpiar su lanza,
a la que ¡por Santiago!, le fan brotado hojas”).
Terminado el trabajo, como buen español, encendí un
cigarrillo (no lo hagáis, es imprudente) e hice como que miraba al río. En
realidad intentaba recuperar el resuello (para lo cual el cigarrillo me venía
estupendamente, claro). No soy hombre aficionado a los excesos físicos, y mi
mayor preocupación era que el corazón dejara de protestar y darme porrazos en
el pecho, porque tamborileaba como si su abuelo fuera de Calanda.
“Auuuuhhhéee” se apoyó a mi lado, y comenzó a hablar. No
estaba yo para “Auuuuhhhéles”. Confieso que crecía en mi interior la semilla
del resentimiento. Me había hecho trabajar, como si yo no tuviera alma de sindicalista.
Además, seguía sin entender nada. Por lo que a mí respectaba, aquel hombrecillo
bien podía hablar en búlgaro o en urdu. Podría, perfectamente, estar llamándome
“hijo de mil babosas purulentas”, que, me pusiera como me pusiera, no le iba a
comprender. Mi intención esa mañana había sido congeniar con él, pero se me
habían pasado las ganas. En esos momentos, por mí como si el hombre me
estuviera confesando que pensaba inmolarse entre los visitantes del “Museo de
dedales antiguos”.
-"…. halahuí nzeguía uhaorraje…"
-"Ya, ya…"
-"…nnncargao hheráaa…"
-" Ofcoursupuesto."
-"… que no vea tantoh pláhticoh, quíyyu."
-" Hombre, quizá los visitantes del… ¿qué has dicho?"
- "Que tiramoh er forraje ahí para que el “Encargao” no vea
tanto pláhtico."
De repente le entendía. Había sido como ir buscando una
emisora en la radio, dándole con cuidado al dial, como el que explora la manera
de contactar con extraterrestres. De pronto, de entre esa estática que suena a
señora friendo patatas, surgía una voz comprensible. Oraciones con sentido. Bueno,
quizá no con mucho sentido, pero palabras comprensibles, al fin y al cabo.
-"¿Me dijiste que te llamabas?"
-"Pues Manué, coño."
-"Yo Javier."
- "Ya zé que te llama “Ahhhhhvié”. Noh presentaron ayer,
quiyu. Oye, tú. Aparte de zordo… ¿Te dihte un porrazo en la cabeza de chico, o
argo?"
- "No. O puede que sí. Y no soy sordo. Pero es que el aire
puro me hace daño, y… ¿Quieres un cigarro?" – No le veía salida a mi perorata.
-"¿De ezoh? No. Zon maloh."
Y ante mis ojos se sacó un porro de marihuana de metro y medio
que encendió con deleite. Intuí (soy listo), que lo de la lejanía en su mirada
tenía poco que ver con soledad y encrespados mares. Más bien eran causa de cierto
tratamiento con hierbas que, por decirlo de alguna manera, no son bien vistas
por el SEPRONA.
-"Qué buena vista del río, ¿eh?" – Como ya sabréis, no pierdo
una posibilidad de decir una gilipollez, así me corten la lengua.
Manué miró al Guadalquivir con sus ojos (ejem) llenos de
ensoñación, y dijo una de, como pude comprobar a lo largo de los días,
antológicas sentencias.
-"¿Tú veh eze río? Pueh ahí se ha ahogado tela de gente."
Y se largó a paso de roedorcillo, quién sabe dónde, quizá a
meterle un buen meneo a la señora de David el Gnomo, mientras que yo me quedaba
con la cara del que comprueba que sus amigos han dejado a deber, en su nombre,
una roncha de 700 euros en un bar.
Con el paso de los días encontré en él un compañero
excelente. Un tipo que desarrolla en tres minutos el trabajo que pueda hacer yo
en una hora, lo cual tampoco es muy difícil. Quizá su disculpas al llegar un
poco tarde son mejorables “zi me levanto y tengo que cagá, tengo que cagá, tío”,
y su afición a cazar palomas con el rastrillo es discutible “nóstán buenas con
arró, quíyu”, pero es un tipo noblote y bonachón, que sólo salió de Castañuela para
ir al servicio militar. “Iyyu, Zalamanca. No hace frío allí. Parecía una oveja
meá, gondió”.
Hombre, y no sólo habla regular. Creo que es la pesadilla de
un vallisoletano. De haber vivido Lázaro Carreter le habría dedicado un libro “El
Exocet en la palabra”, a él solito. Además canta horrorosamente. El otro día
escuché un espantoso sonido, algo así como un rinoceronte sodomizando a un
grajo, y resulta que era él, despedazando con gesto concentrado una canción de
Pablo Alborán. Nadie debería morir sin oirle cantar algo de “Los Chichos”,
hacedme caso.
Es un tipo con cicatrices en el alma. Es de los que quieres
al lado en una guerra. Gracias a él soy capaz de hacer cosas con el cigarrillo
en los labios (sobre todo fumar, claro). Mientras se mata a desbrozar, cavar,
transportar cosas pesadas, a mí me dice “no hagas ná. Barre lo máh gordo” (lo
cual me da imágenes curiosas de Superfalete bajo mi escoba). El hombre tiene
una filosofía, “vive y deja vivir”. Tiene una historia que contar, que tendré
que sacarle con delicadeza.
Pero no tiene nada que hacer contra mí en el Croquetgolf
Castañuelense. Sigo siendo campeón del mundo.